Igual que aquel cosmonauta ruso durante la Guerra Fría tras regresar de un paseo espacial dijo no haber visto a Dios, he ido a ver Villa Amalia (2009) y lo cierto es que la belleza prometida por la crítica no aparecía por ninguna parte. Aparecen muchos y bellos paisajes, es cierto, pero de esa belleza moldeada a base de imágenes y montaje, nada de nada. Su director, Benoît Jacquot, es un veterano cineasta frances cuyo estilo fraguó hace décadas, en plena eclosión del cine de autor, y desde entonces ha evolucionado más bien poco. Jacquot sigue haciendo un cine basado en encuadres, de movimientos actorales y cadencias temáticas entre secuencias, de los cuales tanto él, como los intérpretes en las entrevistas y --sobre todo y especialmente-- los críticos más clásicos, pueden extraer todos los significados que deseen, porque todo vale en este tipo de cine (también para la crítica europea de autor que lo encumbró).
Villa Amalia es una película al estilo de las que se rodaban en Francia en los años setenta del siglo XX, en las que hay que estar muy atento, porque si la protagonista enciende una cerilla no se trata tan sólo del gesto y la acción mostrados, sino que la mujer iniciando algo importante y trascendente. Aunque si luego resultaba que en varias escenas hacía lo mismo quería decir otra cosa, igual de trascendente pero radicalmente diferente. Afortunadamente, estos filmes de significación densa (muchas veces otorgada por la crítca) ya no abundan, y el hecho de tropezar con uno de tanto en tanto es como jugar a una especie de rueda de reconocimiento: te distraes identificando cada elemento significativo y poniéndolo en el sitio que le correspondería de acuerdo con una criterio de adjudicación de intencionalidades entre perverso y complejo.
Aun así, hay que admitir que Jacquot ha acertado en varias cosas: en primer lugar, haber elegido a Isabelle Huppert como protagonista, que está perturbadora con esa belleza serena y sencilla que se ha ganado a sus 57 años; o el montaje vivo y yuxtapuesto con que hace avanzar la historia (nada de planos sostenidos y eternos, sino entradas y salidas, fragmentos de acciones que duran lo justo para captar su significado funcional: tomar un tren, bajar de él, cambiar de ropa, cosas así...). Pero sobre todo la elección del mediterráneo italiano como expresión de la huida hacia lugares sin matices, donde los colores sean puros y la asusencia de movimiento proporcione la ilusión de una vida simple y feliz. Ann decide desmontar su acomodada vida de pianista famosa cuando descubre que su marido la engaña, iniciando así un sistemático proceso de simplificación de su existencia: pertenencias, trabajo, familia --su madre, el último vínculo objetivo de su pasado, muere en plena huida de ella-- y amigos (excepto uno, que reencuentra en el momento más inapropiado). Cuanto más se aleja de sus orígenes, más aferrada y protegida por la soledad se siente Ann, hasta que en uno de sus solitarios paseos encuentra una casa abandonada en una isla italiana y decide instalarse allí... ¿provisionalmente? Se nota que la protagonista, el guionista, el director y Pascal Quignard --autor de la novela adaptada-- están (ingenuamente) convencidos que de esta manera desaparecerá el dolor, o será más fácil aislarlo, y que resultará conmovedora la descripción del proceso en sí. Lo hemos visto demasiadas veces para que cuele en otra película, al menos no basta con retratarlo de la manera en que lo hace Jacquot.
Si este avance argumental no te convence para que vayas a verla, con este texto ya tienes toda la información que necesitas para saber que Villa Amalia no es tu película, a no ser que los paisajes por sí solos compensen el resto de la decepcionante experiencia.