El llego una tarde de mayo a la estación. Llevaba consigo un halo de tristeza y melancolía. Había cerca de diez personas más aparte de él.
El aire era puro y transparente a pesar de estar frente a la autopista. Los autos iban y venían, formaban un riachuelo bipolar. Rojo y amarillo, luz de automóvil, luz de diablo rojo.
El autobús se detuvo justo delante de él. Miro a ambos lados con la esperanza de ver algo más, un mejor transporte, y se quedó con la esperanza con la que quedan todos los que después comprueban la sinrazón de su esperanza.
Era el diablo su única oportunidad de llegar a tiempo a ese destino, su propósito en aquel lugar era tan sabido como fortuito.
No quedaba ya nada de placer en la sorpresa, se había agotado como un pozo en un desierto, la vida le parecía un Sahara interminable de compromisos. La arena del tiempo se le introducía en las orejas y en los bolcillos, y no podía escuchar, ni huir.
Aun así abordó aquel autobús BlueBird de los años setenta. Vio en aquella carcasa hojalatesca el desfile de un sueño, como vio los colores de la ciudad escurrirse durante el viaje, como vio su vida. Nombres encriptados y figuras danzarinas adornaban las costillas metálicas del autobús. Una luz amarilla era el único recuerdo de la civilización abordo, él era una luz amarilla recordando a la civilización. Adentro todo era rojo y azul, y era sonoro también, con su música estrepitosa y de caverna, música aberrante y que evocaba placeres carnales, y sensaciones que solo competen a la pudorosa cama.
Sin saber cómo, mucho menos porque, empezó a sentir placer en las vibraciones minuciosas de la vieja máquina. Sentíase arrullado entre los tubos de acero, hipnotizado por las luces parpadeantes de la urbe inerte y maravillado con cada una de las líneas blancas que nacían y morían bajo el autobús.
Llevaba en su mano un librillo, una historia imposible de leer, su historia.
El diablo rojo le dejo en la estación de destino, pero el destino seguía siendo fortuito y sabido, tanto más aburrido que sorpréndete. El hombre que desciende del autobús que por estas tierras llaman diablo rojo, está ahora más lleno del hastío que produce la vida, pero también lleno de júbilo, porque viajar en un esqueleto, de bus o de lo que sea, es ya de por si una gran proeza.