Revista Cine
He de empezar por el reconocimiento de una circunstancia que no creo empañe en lo más mínimo la valoración que pueda merecer esta reseña (por lo demás, tengo la certeza de que es compartida por miles de cinéfilos y cinéfagos del más diverso pelaje): siento una especial debilidad por el cine negro, siento una especial debilidad por Humphrey Bogart, y siento una especial debilidad por El halcón maltés; hasta el punto de que basta la mera aparición de ese insigne pajarraco (por otro lado, perfectamente colocable en la estantería de cualquier bazar “todo a un euro” sin desmerecer en absoluto del resto de la oferta comercial del establecimiento...) para que mis papilas gustativas cinéfagas empiecen a salivar como las de perro pavloviano al borde de un ataque nervioso.
No es para menos: El halcón maltés pasa por ser, de manera casi unánimemente reconocida, obra fundacional de ese género –o subgénero, si lo queremos enmarcar como una tendencia o corriente dentro del cine de suspense- conocido como negro, y, además, uno de sus exponentes señeros, en la medida en que plasma fiel y brillantemente todos los atributos que comúnmente se asocian al mismo. Una historia turbia y truculenta, plagada de engaños, violencias, miserias y ambiciones; unos personajes que, en consonancia con las características de la historia, se mueven bajo idénticas señas de identidad; y una puesta en escena destinada a crear una atmósfera ambiental y visual acorde con el juego a desarrollar, y que dé al mismo el realce e intensidad requeridos. Se puede afirmar, sin empacho alguno, que El halcón maltés no ofrece la más mínima fisura en ninguno de los tres rubros.
La historia, basada en la novela homónima de Dashiell Hammett (el ínclito creador de policiacos que diera vida al simpar Sam Spade), que ya había sido versionada por Roy del Ruth en 1931 (un año después de la publicación de la novela ; versión, obviamente, bastante menos conocida), gira alrededor de una curiosa estatuilla, con la figura de un halcón que, según cuenta la leyenda (o lo que de ella conocen sus infatigables perseguidores), está hecho de oro y brillantes que quedan ocultos por una capa de esmalte negro. En pos de la misma marcha un grupo de estraperlistas (de guante más o menos blanco) que, tras una apariencia de modales inmaculados y presencia impecable, no tiene el más mínimo escrúpulo en amenazar, extorsionar y, llegado el caso, matar a quienquiera que se interponga en su camino hacia la preciada pieza alada, con la particularidad de que unos y otros tampoco tienen excesivo problema en intentar “despistar” a sus compañeros de juego con el fin de no tener que repartir tan suculento botín, aunque todas sus añagazas y engañifas quedarán abortadas gracias a la intervención de Spade; y aquí es donde entran en juego engaños, traiciones y cinismos que van salpicando la trama de forma tan implacable como armónica, hasta componer un fresco de las miserias de la condición humana magníficamente desplegado en un guión muy bien trabajado por el propio Huston: claro y conciso, sin concesiones al excurso o la digresión, no peca por ello de esquemático o pobre, y constituye la primera piedra sobre la que edificar un edificio fílmico tremendamente sólido.
En cuanto a los personajes, su dibujo es de una viveza extraordinaria, y, servidos en su encarnadura por un cuadro de intérpretes de excelentes prestaciones, constituyen el vehículo perfecto para desarrollar una historia de meandros y vericuetos tan tortuosos como es ésta.
El “cuarteto de los malos” nos ofrece un póker de variedad y versatilidad, con una presencia femenina tan ambigua e inquietante como la de Mary Astor, al servicio de una Brigid O’Shaughnessy que, sobre sus miedos (más aparentes que reales) y sus pesares (más fingidos que ciertos), va enredando sutilmente a un desconcertado Spade (o, al menos, así lo parece en ciertos momentos); un Peter Lorre que encarna a un Joel Cairo tan fatuo como asustadizo, víctima propiciatoria de su misma inconsistencia; Elisha Cook jr., un característico de carrera extensísima y que, dando vida al matón Wilmer Cook, es la viva estampa del hampón apocado y lacayuno, siempre apto para convertirse en carne de cañón cómoda y sencilla; y un veterano y magnífico Sidney Greenstreet que da vida al mefistofélico Kasper Gutman, el más sutil y manipulador de los miembros de la banda.
Y frente a ellos, el héroe absoluto y solitario (o casi), el dueño incontestable de la función, un Sam Spade que, no estando destinado inicialmente a quien finalmente se encargaría de interpretarlo (el candidato elegido había sido George Raft, pero éste lo rehusó), terminaría convirtiendo a Bogart –que, con este papel, abandonaba el bando de los “malvados”, a los que había venido interpretando de manera habitual- en una auténtica estrella, y lo situaría a ciernes de pasar a constituir todo un icono cinematográfico (tras su consagración “marroquí” de Casablanca). Motivos sobrados había para ello, a la vista del fabuloso trabajo desplegado por el bueno de Humphrey, todo un prodigio de sobriedad expresiva al servicio de un personaje siempre analítico, frío, calculador, sardónico y, a la vez, capaz de enamorarse (o algo bastante parecido a ello) de una peligrosísima vampiresa por una simple caídita ocular: sus movimientos, sus muecas, su rictus facial, siempre en esa indefinible posición desde la cual uno no sabe si sufre o goza, constituyen un alarde que, condimentado con unas líneas de diálogo siempre aceradas e ingeniosas (si para muestra, un botón, sus intercambios dialécticos –puro fuego cruzado bajo su cándida inocencia: eso es temperatura caldeada...- con su fiel secretaria –¿y qué mas...?- Effie son de auténtica antología), hacen de su Sam Spade una creación de las destinadas a engrosar las hornacinas santificadas de las más prestigiosas catedrales fílmicas.
Para poner digno broche a este dechado de virtudes, la puesta en escena constituye una auténtica maravilla visual, en la cual todos y cada uno de los elementos (iluminación –el juego con las fuentes de luz fuera de plano es sublime-, encuadres, textura fotográfica –excelente el contraste entre la tersura y claridad de los interiores, frente a la turbiedad de los (contadísimos) exteriores- , decorados, vestuarios, composición de planos...) conjugan eficacia (siempre al servicio de la creación de la ambientación y el clima adecuados) y brillantez (las imágenes subyugan y atrapan por sí mismas, aun fuera de contexto, tal es el magnetismo que emanan), haciendo de esta película un auténtico regalo para los sentidos, muestra de un magnífico y cuidadísimo trabajo de creación formal al servicio de unos modos y maneras de narrar sólo al alcance de los maestros del celuloide.
En definitiva, una auténtica obra maestra, cine del grande, más allá de su adscripción concreta a un género determinado, que, finalmente, ha terminado viendo sus valores reconocidos de manera unánime: aún duele comprobar cómo el venerado crítico francés (y, por otra parte, en su faceta como director, admiradísimo por mí) Eric Röhmer calificaba a John Huston como un cineasta sin talento, poco menos que un artesano de segunda. Si alguien capaz de hacer una película como El halcón maltés –aun cuando, y no es el caso, no hubiera vuelto a dirigir un solo film decente a lo largo de toda su carrera-, no tiene talento para esto del cine, ¿quién puede presumir de tal....? Cosas veredes y leyeres...