Revista Cultura y Ocio

El mozo de cuerda tuerto

Publicado el 13 agosto 2018 por Diego Diego F Ospina @DiegO_OzpY

Nuestros dos ojos no vuelven mejor nuestra condición; uno nos sirve para ver los bienes, y el otro los males de la vida. Mucha gente tiene la mala costumbre de cerrar el primero, y muy pocos cierran el segundo; por eso hay tanta gente que preferiría estar ciega a ver todo lo que ve. ¡Felices los tuertos que sólo están privados de ese mal ojo que echa a perder todo lo que mira! Mesrur es un ejemplo.

Habría sido preciso ser ciego para no ver que Mesrur era tuerto. Lo era de nacimiento; pero era un tuerto tan contento con su estado que nunca se le había ocurrido desear otro ojo. No eran los dones de la fortuna los que lo consolaban de los entuertos de la naturaleza, porque era un simple mozo de cuerda² y no tenía más tesoro que sus espaldas; mas era feliz, y demostraba que un ojo de más y una pena de menos contribuyen bien poco a la felicidad. El dinero y el apetito siempre le llegaban en proporción a la tarea que hacía; trabajaba por la mañana, comía y bebía por la tarde, dormía de noche, y miraba todos sus días como otras tantas vidas separadas, de suerte que la preocupación por el futuro nunca le perturbaba el goce del presente. Como podéis ver, era a un tiempo tuerto, mozo de cuerda y filósofo.

Por azar, vio pasar en una brillante carroza a una gran princesa que tenía un ojo más que él, cosa que no le impidió encontrarla muy hermosa, y, como los tuertos sólo difieren del resto de los hombres en que tienen un ojo de menos, se enamoró locamente. Tal vez alguien diga que, cuando uno es mozo de cuerda y tuerto, no hay que enamorarse, sobre todo de una gran princesa, y, lo que es más, de una princesa que tiene dos ojos; convengo en que es muy de temer no agradar; sin embargo, como no hay amor sin esperanza, y como nuestro mozo de cuerda amaba, esperó.

Como tenía más piernas que ojos, y además eran buenas, siguió durante cuatro leguas la carroza de su diosa, de la que tiraban con gran rapidez seis grandes caballos blancos. En aquel tiempo, la moda entre las damas era viajar sin lacayo ni cochero y guiar ellas mismas: los maridos querían que siempre fuesen solas, para estar más seguros de su virtud, cosa directamente opuesta a la opinión de los moralistas, que dicen que en la soledad no hay virtud.

Mesrur seguía corriendo junto a las ruedas de la carroza, volviendo su ojo bueno hacia la dama, sorprendida de ver a un tuerto con aquella agilidad. Mientras él demostraba así que uno es infatigable porque ama, una bestia salvaje, perseguida por unos cazadores, cruzó el camino real y espantó a los caballos que, con el bocado entre los dientes, arrastraban a la hermosa hacia un precipicio. Su nuevo enamorado, más espantado todavía que ella, aunque ella lo estuviese mucho, cortó los tiros con maravillosa destreza; los seis caballos blancos dieron solos el salto peligroso, y para la dama, que no estaba menos blanca que ellos, todo quedó en susto.

"Quien quiera que seáis, le dijo, nunca olvidaré que os debo la vida; pedidme cuanto queráis; cuanto tengo es vuestro. - ¡Ah!, con mayor razón puedo ofreceros otro tanto, respondió Mesrur; mas, si os lo ofreciera, siempre os ofrecería menos, porque sólo tengo un ojo y vos tenéis dos; pero un ojo que os mira vale más que dos ojos que no ven los vuestros."

La dama sonrió, porque las galanterías de un tuerto no dejan de ser galanterías, y las galanterías siempre hacen sonreír.

"Querría poder daros otro ojo, le dijo, pero sólo vuestra madre podía haceros ese regalo; pese a todo seguidme."

Tras estas palabras, se apea de su carruaje y prosigue el camino a pie; también bajó su perrillo, que caminaba junto a ella ladrando a la extraña figura de su escudero. Hago mal dándole el título de escudero, porque, por más que le ofreció el brazo, nunca quiso la dama aceptarlo so pretexto de que estaba demasiado sucio; y vais a ver que fue víctima de su limpieza. Tenía unos pies muy pequeños, y unos zapatos más pequeños todavía que sus pies, de modo que no estaba ni hecha ni calzada para soportar una larga caminata.

Unos pies bonitos consuelan de tener malas piernas cuando se pasa la vida en una tumbona en medio de un tropel de petimetres; pero ¿para qué sirven unos zapatos bordados de lentejuelas en un camino de piedras donde únicamente puede verlos un mozo de cuerda, y encima un mozo de cuerda que sólo tiene un ojo?

Melinade (ése es el nombre de la dama; mis razones he tenido para no decirlo hasta ahora, porque aún no estaba inventado) avanzaba como podía, maldiciendo a su zapatero, desgarrando sus zapatos, desollándose los pies y haciéndose esguinces a cada paso. Hacia hora y media poco más o menos que caminaba al paso de las grandes damas, es decir, que ya había hecho cerca de un cuarto de legua, cuando cayó rendida de fatiga.

El Mesrur, cuya ayuda había rechazado mientras estaba de pie, dudaba en ofrecérsela por temor a ensuciarla si la tocaba: sabía que no estaba limpio, la dama se lo había dado a entender con suficiente claridad, y la comparación que en el camino había hecho entre él y su amada se lo había demostrado más claramente todavía. Llevaba ella un vestido de un ligero paño de plata, sembrado de guirnaldas de flores, que hacía resplandecer la belleza de su talle; y él, un blusón pardo manchado en mil pun-tos, agujereado y remendado de suerte que los remiendos estaban al lado de los rotos, y no encima, donde sin embargo habrían estado más en su sitio. Él había comparado sus manos nerviosas y cubiertas de callosidades con dos manitas más blancas y delicadas que los lirios. Había visto, por último, los hermosos cabellos rubios de Melinade, que escapaban a través de un ligero velo de gasa, unos realzados en trenza y otros en rizos; a su lado, él sólo podía poner unas crines negras, erizadas y crespas, que por único adorno sólo tenían un turbante destrozado.

Mientras tanto, Melinade intenta levantarse, mas no tarda en volver a caer, y con tan mala fortuna que lo que enseñó a Mesrur privó a éste de la poca razón que la vista del rostro de la princesa había podido dejarle. Olvidó que era mozo de cuerda, que era tuerto, y únicamente pensó en la distancia que la fortuna había puesto entre Melinade y él; y no recordó siquiera que era un enamorado, porque faltó a la delicadeza que dicen in-separable de todo verdadero amor, y que a veces constituye su encanto y en la mayoría de las ocasiones su hastío; se sirvió de los derechos que a la brutalidad le daba su estado de mozo de cuerda, fue brutal y feliz³. Sin duda la princesa se hallaba entonces desvanecida, o gemía lamentando su destino; pero, como era justa, a buen seguro bendecía al destino según el cual todo infortunio lleva consigo su consuelo.

La noche había extendido sus velos sobre el horizonte y ocultaba con su sombra la verdadera dicha de Mesrur y las presuntas desgracias de Melinade⁴; Mesrur saboreaba los placeres de los perfectos amantes, y los saboreaba como mozo de cuerda, es decir (para vergüenza de la humanidad) de la forma más perfecta; los desmayos de Melinade la ganaban a cada instante, y a cada instante su amante recuperaba fuerzas. "Poderoso Mahoma, dijo una vez como hombre fuera de sí, pero como mal católico, a mi felicidad sólo le falta que la sienta también quien la causa; mientras estoy en tu paraíso, divino profeta, concédeme otro favor, ser a los ojos de Melinade lo que ella sería a mi ojo si fuera de día." Acabó de rezar, y siguió gozando. La Aurora, siempre demasiado diligente para los amantes, sorprendió a Mesrur y a Melinade en la actitud en que ella misma habría podido ser sorprendida, un momento antes, con Titono⁵. Mas ¡cuál no sería el asombro de Melinade cuando, al abrir los ojos con los primeros rayos de la aurora, se vio en un lugar encantado con un joven de noble porte, y de rostro que se parecía al astro cuyo retorno esperaba la tierra! Tenía mejillas de color rosa y labios de coral; sus grandes ojos, tiernos y vivos a un tiempo, expresaban e inspiraban la voluptuosidad; su aljaba de oro, adornada de pedrerías, colgaba de sus hombros, y sólo el pla-cer hacía resonar sus flechas; su larga cabellera, retenida por un lazo de diamantes, flotaba libre sobre sus caderas, y un paño transparente, bordado de perlas, le servía de indumentaria sin ocultar nada de la belleza de su cuerpo. "¿Dónde estoy, y quién sois vos?, exclamó Melinade en el colmo de su sorpresa - Estáis, respondió él, con el miserable que ha tenido la dicha de salvaros la vida, y que se ha cobrado sobradamente su es-fuerzo." Tan asombrada como encantada, Melinade lamentó que la metamorfosis de Mesrur no hubiera empezado antes. Se acerca a un brillante palacio que hería su vista y lee esta inscripción sobre la puerta: "Alejaos, profanos; estas puertas sólo se abrirán para el dueño del anillo⁶." Mesrur se acerca a su vez para leer la misma inscripción, pero vio otros caracteres y leyó estas palabras: "Llama sin temor". Llamó, y al punto las puertas se abrieron por sí mismas con estrépito. Los dos amantes entraron, al son de mil voces y mil instrumentos, en un vestíbulo de mármol de Paros; de allí pasaron a una sala magnífica, donde los aguardaba un delicioso festín desde hacía mil doscientos cincuenta años sin que ninguno de los platos se hubiera enfriado todavía; se sentaron a la mesa, y cada uno fue servido por mil esclavos de la mayor hermosura; la comida estuvo acompañada de conciertos y danzas; y cuando hubo acabado, todos los ge-nios acudieron con el mayor orden, repartidos en diferentes grupos, con atavíos tan magníficos como singulares, a prestar juramento de fidelidad al amo del anillo, y a besar el dedo sagrado de quien lo llevaba.

Había sin embargo en Bagdad un musulmán muy devoto que, como no podía ir a lavarse en la mezquita, se hacía traer el agua de la mezquita a casa a cambio de una pequeña retribución que pagaba al sacerdote. Acababa de hacer la quinta ablución, para disponerse a la quinta plegaria, cuando su criada, joven aturdida muy poco devota, se desembarazó del agua sagrada arrojándola por la ventana. Fue a caer sobre un desgraciado profundamente dormido sobre la esquina de un mojón que le servía de cabecera. Fue inundado y se despertó. Era el pobre Mesrur quien, de regreso de su morada encantada, había perdido en su viaje el anillo de Salomón. Se había quitado sus ricas vestiduras y puesto el blusón; su hermosa aljaba de oro se había trocado en la escalerilla de madera, y, para colmo de desgracia, había perdido uno de sus ojos en el camino. Volvió a recordar entonces que la víspera había bebido gran cantidad de aguardiente que había abotargado sus sentidos y calentado su imaginación. Hasta entonces había apreciado ese licor por gusto; ahora empezó a amarlo por gratitud, y volvió alegremente a su trabajo, muy decidido a gastarse el jornal en comprar los medios para encontrar de nuevo a su querida Melinade. Cualquier otro se hubiera afligido por ser un maldito tuerto después de haber tenido dos hermosos ojos, por sufrir el rechazo de las barrenderas de palacio después de haber gozado los favores de una princesa más hermosa que las amadas del califa, y por estar al servicio de todos los burgueses de Bagdad después de haber reinado sobre todos los genios; pero Mesrur no tenía el ojo que ve el lado malo de las cosas.


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