Concluida la Segunda Guerra Mundial y echa efectiva la división de Europa en dos bloques, Hungría había quedado encuadrada en la órbita comunista. Eran tiempos de miseria, malestar y desesperanza, en los que absolutamente devastado el país intentaba ponerse de pie al mismo tiempo que comenzaba a forjarse la leyenda de los “Mágicos Magiares”.
Clara e ineludible, la referencia va ligada hacia uno de los mejores equipos de la historia. Precursor, influyente y tácticamente innovador. Recordado por la belleza y pulcritud de su juego y el esplendor de la extraordinaria generación de futbolistas que lo compuso.
Conducida por Gusztáv Sebes y capitaneada por el inigualable Ferenc Puskas, aquella selección deleitó al mundo entero e inscribió su nombre con letras de oro en la historia del fútbol, al que en su época modernizó poniendo en práctica un sistema de juego novedoso y muy difícil de contrarrestar.
En años en los que imperaba el sistema 3-2-2-3 –también conocido como W-M-, el cual había sido ideado por Herbert Chapman y consistía de tres defensores, dos mediocentros defensivos (“corredores”), dos interiores, dos extremos y un delantero centro, fue Béla Guttmann, por entonces entrenador del MTK Budapest, quien hizo germinar la semilla del 4-2-4 que luego Sebes puso en práctica en la selección.
Buttmann retrasó al delantero centro, haciéndolo vascular constantemente por el centro del campo y arrastrando consigo al stopper, creando así una superioridad que aprovechaban los otros delanteros o bien aquel futbolista que lograba incorporarse desde atrás. Al mismo tiempo, un mediocentro se retraía para concentrarse más en labores defensivas y otros dos contribuían tanto en defensa como en ataque.
Gustoso de la idea, en la que todos los integrantes del equipo tenían un peso equivalente en el juego y eran capaces de actuar en todas las posiciones, Sebes eligió a Nandor Hidegkuti para que ocupara el rol de delantero centro retrasado y posicionó a Sandor Kocsis y Ferenc Puskas como puntas avanzados. También animó a sus defensores a atacar y a su arquero, Gyula Grosics, a actuar casi como un libero.
Sin la referencia de un nueve esperando por el balón en el área y con el resto de los jugadores moviéndose permanentemente y haciendo crecer el desequilibrio, los defensores rivales no sabían a quien marcar, con lo cual era imposible frenar el aluvión de un combinado que maravillaba en cada una de sus presentaciones y que un año después de obtener el oro en los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952, venciendo a Yugoslavia en la final (2-0, goles de Puskas y Czibor), se exhibió ante Inglaterra en Wembley, desarrollando un fútbol excelso en la que hasta hoy es recordada como una de las exhibiciones más exquisitas de todos los tiempos.
Aquel 25 de noviembre de 1953 el combinado húngaro venció 6-3 al todopoderoso seleccionado ingles dirigido por Walter Winterbottom y capitaneado por el histórico Hill Wright, infranqueable en su feudo hasta aquel día, en el que se vio absolutamente sometido por un equipo que lo puso de rodillas.
Fue tal el dominio húngaro (35 remates al arco contra solo 5), que la goleada podría haber sido aun más categórica. “Fue como una competición entre caballos de carreras contra caballos de tiro. Fue la mejor selección contra la que he jugado nunca, un equipo maravilloso de ver”, reconoció un tiempo después el gran Tom Finney.
En tierras británicas, nunca nadie había visto un juego semejante. Acostumbrados a marcar al hombre, los futbolistas ingleses lucieron absolutamente desorientados cuando Hidegkuti retrasó su posición y el ataque en formación W (compuesto también por los extremos Czibor y Budai) mutó de tal forma que los mediapuntas (Puskas y Kocsis) se convirtieron en puntas. La debacle fue absoluta.
“Vimos un sistema y un estilo de juego que no habíamos visto nunca. Ninguno de esos jugadores significaba nada para nosotros, no conocíamos nada acerca de Puskas. Todos esos fantásticos jugadores eran hombres provenientes de Marte para nosotros. Ese partido tuvo un profundo efecto, no solo en mí, sino en todos nosotros (los ingleses). Solo con ese partido cambio nuestra forma de pensar. Pensábamos que íbamos a arrollarlos, que seriamos nosotros los maestros y ellos los alumnos. Fue justo lo contrario”, se atrevió a decir Sir Bobby Robson.
Ante la incredulidad del publico local, aquellos “Mágicos Magiares” lo hicieron todo aquel día, dando inigualables muestras de talento con y sin el balón, combinando en corto y en largo, en vertical y horizontal, para terminar imponiéndose con tres goles de Hidegkuti, dos de Puskas y uno de Jozsef Bozsik. La revancha, disputada a pedido de los ingleses seis meses después, acabó con otra goleada a favor de Hungría (7-1).
Invicto desde hacia cuatro años –desde mayo de 1950- aquel mágico combinado se presentó como máximo candidato al Mundial de Suiza, certamen en el que logró ampliar de 27 a 31 su racha de partidos invicto venciendo a Corea (9-0) y Alemania Federal (8-3) en la primera fase, a Brasil (4-2) en cuartos de final y a Uruguay (4-2) en semifinales.
En la que tal vez haya sido una de las injusticias más grandes en la historia del fútbol, la racha fue interrumpida por la mismísima Alemania en la recordada final de Berna, en la que Hungría acabó sucumbiendo por 3-2 luego de haber estado cómodamente en ventaja.
Transformándose en el primer once en vencer de visitante a la selección de la URSS e iniciando una nueva racha de encuentros sin perder (18) hasta que fue derrotado por Turquía, el equipo lució recompuesto tras aquella frustración, dispuesto a seguir haciendo historia. Hasta que en octubre de 1956 estalló la Revolución Húngara, los tanques soviéticos invadieron Budapest y algunos de los grandes emblemas de aquel seleccionado (Czibor, Kocsis y Puskas), quienes se encontraban en Bilbao con su equipo, el Honved, disputando un encuentro de Copa de Europa ante el Athletic, decidieron no regresar a su país y permanecer en Europa Occidental.
Puskas triunfó junto a Alfredo Di Stéfano y se transformó en leyenda del Real Madrid y Kocsis fue a para al Barcelona, club en el que posteriormente se reencontró con Czibor –otro legendario futbolistas húngaro como Ladislao Kubala también integraba ese equipo- y cosechó igual cantidad de éxitos como de frustraciones.
Desmantelada por completo, la selección de Hungría no volvió a contar jamás con sus mejores jugadores, siendo aquel el fin de un equipo que si bien no pudo coronarse en 1954 dejó su huella por siempre en la historia del fútbol. Desplegando un juego maravilloso y contribuyendo con muchas de las innovaciones tácticas que luego fueron adquiridas y perfeccionadas por otros conjuntos legendarios.