El cine español, mal que les pese a algunos, sigue siendo, en conjunto, en términos históricos y tomado al peso, una de las principales, de las más importantes y estimables cinematografías del mundo. Aunque en La1 de TVE no se enteren y sigan programando cine franquista los sábados por la tarde (y no digamos ya en el resto de canales televisivos generalistas, donde, excepto las novedades de estreno en televisión de los últimos dos o tres años, ningún cine español tiene cabida a excepción de, como siempre, La2, en canal temático de las excepciones), y a pesar de que la comparación, por ejemplo, entre los títulos con más candidaturas y galardones en los últimos premios Goya y cualquiera de las cuatro películas finalistas en la categoría a mejor película europea debería hacernos enrojecer de vergüenza, lo cierto es que la cinematografía “nacional”, o como se llame ahora, atesora una buena cantidad de joyas que, en general, permanecen ocultas al gran público por culpa de la torpeza, la miopía, el desinterés o la imbecilidad manifiesta de quienes tienen las posibilidades de programarlo y, cuando esto ocurre debido sin duda a algún accidente, de quienes deberían o deberíamos verlo (uno se encuentra no pocas veces con absolutos cretinos que se niegan a ver cine español -entendido en sentido amplio, autonomías más o menos díscolas incluidas- por su origen, sin más; la estupidez en forma de prejuicio es universal e inagotable). Una de estas pequeñas gemas es A un dios desconocido (fantástico título, por cierto), dirigida por el irregular (como casi todos los directores de su generación) Jaime Chávarri en 1977.
Una película sin duda valiente, estilosa y curiosa, por su tema (o, mejor dicho, sus temas) y por su tratamiento, en particular la pericia con la que Chávarri logra construir con solidez una obra más que estimable a pesar de no contar con una línea argumental clara, con una trama sometida a las reglas de principio, nudo y desenlace. Producida por Elías Querejeta, con guión escrito a medias con el propio Chávarri, la historia se concentra en dos momentos temporales. El primero de ellos en Granada, en el mes de julio de 1936: José es el hijo del jardinero de la casa de los Buendía, amigos de la familia García Lorca (de hecho, Federico comparte a menudo juegos, siestas y melodías de piano en los jardines de los Buendía). Junto a Pedro (José Joaquín Boza) y Soledad (Ángela Molina) suele recorrer los jardines, o refugiarse en ellos, o transitar de noche por las distintas estancias de la casa. Una de esas noches, Pedro, que hace a todo, después de haber seducido a Soledad, hace lo propio con el joven José… Otra noche, un grupo de hombres trajeados y armados con escopetas, cuyas implicaciones resultan ignoradas por los jóvenes, que viven al margen de la política y de los sucesos del país, penetra en el jardín en busca del padre de José, que intenta huir, pero es asesinado. El segundo momento temporal traslada al espectador al presente (del 77): José (un inmenso Héctor Alterio, premiado en San Sebastián por su interpretación), de profesión mago, homosexual de cincuenta años cumplidos, hace un alto en sus espectáculos para regresar a Granada. Una fuerza imperiosa le lleva a hacer el viaje, a reencontrarse con Soledad (Margarita Mas) y recuperar el recuerdo de aquellos años, una vez que Federico y Pedro ya hace tiempo que han muerto. Al mismo tiempo, José comparte en Madrid estas memorias sentimentales con Mercedes (Mercedes Sampietro), y especialmente, aunque de manera truncada, interrumpida, anhelante incluso, con su amante Miguel (Xavier Elorriaga), un hombre algo más joven con aspiraciones políticas en un momento clave de la transición y con el que no termina de solidificar su relación debido a una tercera persona, Clara (Rosa Valenty), con la que Miguel parece mantener una estrecha amistad, si no algo más. El resto de la vida de José, solitaria y triste, lo ocupan su vecina del piso de abajo, Adela (María Rosa Salgado) y su hijo adolescente, y su compañera de espectáculo, Ana (Mirta Miller), que le sirve de asistente y ocasional objeto de sus mágicos trucos.
La película no se limita a hacer memoria nostálgico-crítica del pasado político-social reciente en España, como es común mayoritariamente en el cine producido por Querejeta en aquellos años, sino que al mismo tiempo expone con desnudez y mirada compasiva la soledad absoluta de un hombre desorientado, perdido, de futuro incierto, que busca precisamente en su pasado personal sus propias huellas, pistas que le permitan averiguar quién es y hacia dónde va (magnífica la sugerencia de ese tren eléctrico en miniatura que ocupa una habitación entera de la casa de José, y que, puesto al límite de velocidad por este mientras realiza su circuito cerrado, una curva sin principio ni final, termina por descarrilar). Descencantado de las convulsiones políticas que Miguel representa, huye del presente en busca de un pasado que ya no existe, que se ha diluido, del que ya sólo Soledad (nombre nada casual) puede dar testimonio. Quizá es ese sentimiento, el ánimo de recuperar el pasado, lo que hace que José robe de la casa de Soledad la fotografía de Federico García Lorca que sobre una repisa acompaña a las de ella misma, Pedro o José cuando eran jóvenes. Una fotografía que José coloca en la mesilla de noche mientras realiza el ritual de desnudarse, ponerse el pijama, observarse la papada creciente en el espejo, y acostarse, mientras en el reproductor de música una cinta de su propia voz recitando poemas lorquianos de explícita sexualidad masculina constituye su única nana, su entrada al sueño. Significativamente, cuando Miguel le acompaña para alguna de sus noches de amor, José suele ocultar las cintas y la fotografía en un cajón, y será esta revelación final, la demostración de su ritual privado ante Miguel, su mayor muestra de sinceridad personal, sentimental, su forma de entregarse más limpia, abierta y auténtica, a su amante. Así, recorriendo estampas pasadas y la impregnación que aquellos momentos tienen en la actual vida de José (la reproducción, en cierto modo, con Adela y su hijo de la relación a tres bandas que mantuvo con Pedro y Soledad, su íntima relación con Mercedes, que no vacila en pasearse desnuda ante él, sabedora de que no existe peligro alguno de conmoción), la película consigue algunos momentos excelentes, homenaje cinéfilo incluido (la proyección de La palabra -Ordet-, dirigida por Carl Theodor Dreyer en 1955, en concreto de la secuencia final, la resurrección, tributo a aquellos cinefórum tan propios de la época, hoy desaparecidos o disueltos en las proyecciones de centro comercial…), con atmósferas sugerentes y misteriosas (las noches de los jardines granadinos, en el pasado y el presente, territorio abierto a la magia, a la sorpresa, al miedo y a los secretos, magnífica fotografía de Teo Escamilla, excepcional rúbrica estética al mejor cine español de los setenta), que encajan con el presente profesional de José y sus juegos de manos con el siete y el as de corazones, o miradas directamente nostálgicas (la visita a la antigua torre, desde la que Pedro observaba el mundo en sus últimos días), o en secuencias de amor furtivo desprovistas de erotismo, casi de deseo, mostradas con cierta frialdad, con distancia, desde luego sin ninguna pretensión de remover instintos ni de explotar el morbo sexual en la misma línea que otros cineastas de aquel día y de días posteriores.
Pero, por encima de todo, flotando sobre el conjunto, como un fantasma que susurra durante los 104 minutos de metraje, la imagen, el recuerdo, los ecos de Federico García Lorca, de su poesía, de su propia magia, los distintos tramos de su vida granadina maravillosamente sugeridos de forma implícita a través de su reflejo en las vidas y los momentos personales de sus amigos de juventud, los Buendía, piano, poesía, amor homosexual y un asesinato de corte político, y la permanencia de su poesía en el tiempo como acompañamiento, como legado, como guía de un personaje que, en el fondo, siente que él también murió un poco una noche de verano bajo los disparos que rompían la paz de un misterioso jardín granadino.