Revista Cocina
Cuando el camino alcanza algún altozano, un mar de colinas y valles se deja ver a duras penas entre velos de niebla. Asoman carballeiras y prados, sotos de loureiros y bosquecillos de eucaliptos o castaños. Y en los jirones de niebla viajan atrapados humos de lareira que portan aromas de leña, de caldos de grelos y unto, aromas de chacinas y guisos. Aromas de hogar, de lar, de lareira que los tres términos comparten orígenes y calor.
Así, traída por los vapores que emanan de una olla, mi memoria evoca esa Galicia interior plácida, mágica, misteriosa y entrañable. Porque pocas sensaciones resultan tan evocadoras como los aromas de una cocina y pocos olores me parecen tan gallegos como los de su caldo.
Quizá parte de esta confesa adicción al caldo de grelos me venga “de fábrica”. Muchas veces he escuchado a mi padre contar que en los largos periodos que en su infancia y juventud pasaba en la finca familiar de Lobagueiras, en Bendaña, cerca de Puente Ledesma, el caldo gallego se servía todas las noches y que ello no solo no era motivo de aburrimiento, sino que las cenas sin caldo resultaban extrañas y de poco agrado a la numerosa familia allí congregada: hijos y nietos del pintor valenciano José María Fenollera Ibáñez, afincado y casado en Santiago de Compostela y del que su biógrafo y nieto, D. Alfonso Fernández-Cid, en su obra Fenollera, pintor gallego por amor, narra lo siguiente:
“Fenollera nunca quiso probar los grelos, típica verdura gallega, el aspecto no le agradaba, pero, en una comida de compromiso, no tuvo más remedio que tomarlos, y tanto le gustaron que exclamó:
-¡Qué catorce años me perdí sin tomar una cosa tan rica, como este caldo de grelos! Acto que repitió en muchas ocasiones. A partir de entonces, cada vez que había en casa caldo con grelos, se ponía un cazo más, para recuperar lo que no había querido probar durante tantos años.”
No resulta tarea fácil elaborar un caldo gallego en Badajoz. Pero no es la complejidad de la receta sino la dificultad para encontrar los ingredientes, lo que convierte esta preparación en una pequeña aventura: el unto -y no hay caldo gallego sin unto-, esa manteca salada, delicada y ligeramente enranciada y ahumada es prácticamente desconocida en nuestra región y no he encontrado forma de conseguirlo que no sea el favor de alguna buena y caritativa amistad. Si existe alguna tienda on-line que lo suministre, no he dado con ella. Patatas y alubias no presentan dificultad, pues aunque quisiéramos utilizar patata gallega, lo cual sin duda aconsejo, tampoco es difícil de encontrar en algunas grandes superficies.
Otro capítulo de la aventura lo protagoniza la verdura: el grelo es una verdura ausente o casi ausente en la cultura culinaria extremeña. No sé si existe alguna receta que los incluya entre sus ingredientes en Piornal , donde debe cultivarse con profusión a juzgar por la lluvia de nabos que le cae al jarramplas el día de San Sebastián. Grelos y nabizas son la parte verde de la planta del nabo.
No obstante, entre las muchas riquezas gastronómicas y culturales que aporta la situación fronteriza de Badajoz con Portugal, se encuentra el poder disponer de grelos y nabizas con abundancia. Siempre me ha llamado la atención cómo una delgada línea de carácter histórico y político, pues ni siquiera hay accidente geográfico destacable que nos separe, puede delimitar dos mundos gastronómicos tan diferentes. Sirva el grelo como ejemplo, tan presente en Galicia, tan presente en Portugal e inexistente en la culinaria pacense.
Puede elaborarse también el caldo gallego con berza, que aunque no se comercializa, es relativamente fácil de conseguir si tenemos conocidos que cultiven algún huerto. Pero dado que la berza se planta, en muchos casos, más con fines forrajeros que de alimentación humana hay que estar atento y no ofenderse ante un posible comentario más espontáneo que malicioso. Recuerdo la sorpresa de mi madre hace ya bastantes años cuando pidió una berzas y por respuesta obtuvo “¡Ah, coge las que quieras! son para los cerdos” (o cabras, no recuerdo).
Sólo he citado cuatro ingredientes: grelos (o berzas), patatas, alubias y unto, pues estos eran los ingredientes del caldo que se elaboraba en la casa familiar. Consultadas muchas de las recetas que se encuentran en Internet y en algunos libros de cocina actuales, pudiera parecer una fórmula excesivamente simple y humilde, pues muchas incluyen chorizos, huesos, distintas partes del cerdo, carnes… Después de consultar también otras fuentes de mayor tradición podría concluirse que esta sencilla fórmula es el caldo gallego más humilde pero ninguno de los autores reseñan una fórmula única, sino que dejan abierta la posibilidad de enriquecerlo según el gusto y las posibilidades del artífice.
La Condesa viuda de Pardo Bazán, que además de escritora debía ser docta cocinera , escribió dos soberbios volúmenes: La cocina española moderna y La cocina española antigua, este último, que comenzó a publicarse en la Biblioteca de la Mujer en 1892, ha sido una de las obras consultadas en su edición de 1913 y explica:
“Se pone á cocer agua en una olla, y en ella se echan las alubias escogidas y limpias. Cuando hierven se añade un poco de agua fría para que se pongan tiernas, y, cuando no sobrenaden, estarán cocidas.
Entonces se sala y se agregan las patatas, que ya estarán cortadas, y la verdura, que también lo estará groseramente; todo ello se habrá lavado antes en varias aguas, y la última, hirviendo á fin de que, la echarlo en la olla, no se interrumpa la cocción.
Se añade unto y grasa, que puede ser de la aprovechada de fritos, etc. El unto es cosa labriega, es lo clásico. Si se pone, debe estrujarse después de cocido, para que la garsa se reparta por el caldo. Este caldo mejora con toda grasa, y si se le añade rabo, oreja ó costilla de cerdo, le sienta muy bien.
Toda verdura con que se haga e caldo, debe estar á remojo en agua desde la víspera, á fin de que pierda el ázoe. La berza gallega hay que refregarla mucho antes de ponerla en el caldo, para que suelte el verdín. Los grelos deben cocer con la olla descubierta y dentro de la olla, un cucharón de palo.”
Álvaro Cunqueiro en La cocina gallega, editado en gallego en 1973 y en castellano en 2004, explica en el capítulo dedicado a los caldos: “… El caldo, de berza, de grelos, de repollo, se puede hacer de muchas maneras. Se puede hacer un caldo pobre, por toda grasa un poco de unto, y luego se ponen las habas (sic) [se supone un error de traducción de la edición en castellano y que se refiere a fabas, judías] a hervir con el unto, y luego se echa la verdura picada, y a poco las patatas- Pero el caldo puede mejorarse, y entonces, cuando se ponen a hervir las habas (sic), se añade la carne de cerdo, y al final la verdura y las patatas bien cortadas, y un chorizo que estalle en el caldo.”
Por último, cito una de las obras clásicas de la cocina española: La cocina práctica de Picadillo, seudónimo de D. Manuel María Puga y Parga, nacido en Santiago de Compostela en 1874 y que se definía así mismo como “ciudadano pacífico, conservador, viajero de primera en trasatlántico, espadachín, juez municipal en Arteixo, adjunto del juzgado de La Coruña, fiscal municipal, concejal, alcalde, vicario, otra vez alcalde y otra vez ciudadano pacífico” olvidándose de mencionar sus facetas de periodista y gastrónomo.
Picadillo es mucho más categórico al hablar del caldo gallego en La cocina práctica:
“El verdadero caldo gallego no es lo que nos describen muchos autores culinarios, ni lo que con tal nombre nos dan en Madrid y en otros puntos, haciendo intervenir en él profusión de carnes e infinidad de embutidos.
El caldo gallegos típico, en exebre (sic), el de verdad, se reduce sencillamente a una mixtura de patatas, judías, verduras y unto de cerdo, rancio, y nada más. Sobra, por lo tanto, las carnes de ternera fresca, las carnes de cerdo saladas, los chorizos, aunque sean de Lugo, los tan cacareados lacones y todo lo demás que la poesía culinaria ha hecho intervenir en semejante plato, dándole, sí, un sabor mucho más agradable, pero quitándole lo que tiene de típico y regional, convirtiendo el manjar en plato digno de ser comido en vajilla de porcelana de Sevres, con cuchara de plata cincelada…”
Sin ánimo de desautorizar a Doña Emilia ni a Don Álvaro ni a otros muchos autores, me quedo con la descripción de Picadillo, quizá por ser la fórmula que siempre he conocido en la familia.
Y tras este repaso bibliográfico, humilde como el caldo, vuelvo a visitar la olla, no porque lo requiera, que bien poco cuidado precisa, sino para olfatear y evocar ora prados y aldeas, ora las losas de las ruas compostelanas.