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Factual: Bad Boys

Publicado el 03 agosto 2012 por Fimin

03 de Agosto del 2012 | etiquetas: Factual, Infancia y Adolescencia, Manel Carrasco Twittear factual-bad-boys

Verano. Días de calor. Nos merecemos unas vacaciones lejos del mundanal ruido. Y como que necesitamos relax, nos embutimos en una playa con todos los homo sapiens de la provincia (y parte del extranjero). Todo lo que necesitamos es que no lleven calcetines, y que se hayan dejado el transistor en casa, aunque sabemos que es mucho pedir. El caso es que armados de un parasol nos disponemos a conquistar un pedazo de playa. Ya está, ya nos podemos tumbar en la toalla, embadurnarnos de crema y ponernos gambas. Esto es vida. El reposo del guerrero (o del funcionario). Y es entonces, en ese remanso de paz, de sol, del latir de las olas, cuando una jauría nos atropella, nos ensordece con sus chillidos y nos llena de arena. Aturdidos, abrimos los ojos, y entonces los vemos: Un ejército de niños, armados con cubos, palas y pistolas de agua. 

Los cubos y las palas no cambian, pero las pistolas de agua son cada año más sofisticadas, mojan más, llegan más lejos, conservan más fría el agua. En ese momento el guerrero que todos llevamos dentro abandona por un instante su consabido reposo, se pone las gafas de sol, se limpia el rebozado de arena y construye una reflexión que lo acompañará todas las vacaciones: “Malditos críos del demonio”.

Factual: Bad Boys

En efecto, el verano es para los niños. Tres meses de vacaciones para ellos solitos. Con suerte, se irán de campamentos un par de semanas, pero su hábitat natural es la playa, las piscinas, los parques en horas de sombra y los mediodías amargando las siestas de los mayores. En filmin sabemos que la infancia es un tesoro, pero que de vez en cuando es mejor verla en la pantalla. Hay títulos para parar un tren, pero nos centraremos en aquellos que describen alegremente al espécimen que nos enturbia la hora de bronceado. Niños inquietantes, niños diabólicos, niños retorcidos… en suma: niños malos, pero malos, malos.

Cría cuervos, y tendrás cuervecitos albinos y con cara de mal rollo. Hay varios títulos que responden a este patrón, aunque algunos se encuentran a mundos de distancia: En 1960, Wolf Rilla dirigió a George Sanders y a Barbara Shelley en El pueblo de los malditos (1960). La ubicación no podía ser más terrorífica: un apacible pueblo inglés, de cupcakes y vajillas de té, cae en un repentino y breve sueño, solo para despertarse con todas sus mujeres embarazadas. El producto de tan inquietante fenómeno es una ristra de querubines con el pelo blanco y poderes hipnóticos que las harán pasar canutas a sus mayores. Rilla clavó un clásico del cine de terror, donde el monstruo repugnante y la criatura de otro mundo eran sustituidos por algo tan aparentemente inocente como un niño. Su ejército de pequeños hijos de Satanás es un icono del cine de género, parodiado, imitado y hasta remakeado por el mismísimo John Carpenter.

Cuatro años más tarde, Anton Leader retomó la idea en Los hijos de los malditos (1964), donde varios niños con poderes especiales eran perseguidos por el gobierno. A diferencia de su antecesora, aquí los “malditos” no eran seres necesariamente malvados, pero sus capacidades eran codiciadas y temidas por igual por ejércitos de naciones beligerantes. Tras este drama con tintes sobrenaturales resonaban con fuerza los ecos de la guerra fría, con su entramado paranoico de comunistas a la escucha y enemigos en el vecindario.  No es de extrañar que entre los años 50 y los 60 surgiera tal cantidad de títulos de terror que se alejaban de los monstruos clásicos. Extraterrestres, monstruos marinos, zombies y (sí) niños endemoniados eran un reflejo del miedo a un conflicto a gran escala que terminara fatalmente en una guerra nuclear. Si un inocente niño podía ser un monstruo letal y deforme, si teníamos al enemigo en la cuna ¿quién estaba a salvo?.

Pero más allá de la guerra fría hay otro tipo de cuervecito, también casi albino e igual de inquietante. Michael Haneke nunca ha sido un director muy prolijo en la comedia, pero pocas veces ha planteado que la infancia esconda tanta carga de horror como en La cinta blanca (2009). El bucólico pueblo inglés se germaniza, la trama retrocede hasta 1914, y el origen del drama evoluciona hasta una explicación mucho más realista, pero terrible. En un ambiente de moral represiva se producen una serie de extraños sucesos. Algunos de ellos están marcados por una crueldad realmente inexplicable. Pero las agresiones no se limitan a algún lunático que se esconde en las sombras. En cada casa, tras cada honorable familia, un padre autoritario y una disciplina inhumana están produciendo monstruos, los cachorros que se despertarán veinte años más tarde para arrastrar Europa entera al caos de la más sangrienta de las guerras. Haneke logra uno de sus trabajos más completos, diseccionando el latido de una comunidad entera, capaz de extrapolarse a todo un país e incluso (y eso es lo más escalofriante), a la propia naturaleza del ser humano. La cinta blanca da más miedo que la mayoría de películas de terror, con niños o sin ellos.

Aunque, bueno, si lo que buscamos es terror clásico, hay otro tipo de niño que da miedo, y ése sí que no lo veremos tostándose en una playa: Tomas Alfredson irrumpió en el panorama internacional con Déjame entrar (2008) una de las grandes películas de su año. En un pueblo de la Suecia más deprimida (una comunidad pequeña, de nuevo) Oskar pasa sus días entre unos padres ambiguos y una escuela llena de matones. Su tímido hermetismo encuentra una ventana de apertura, la misma que sus nuevos vecinos tapan día y noche para impedir que entre la luz del sol. Una noche, la niña del piso de al lado aparece en el parque.No tiene frío, no come y, como él, está muy sola. La amistad surge de la conexión, de la química y de la necesidad. Una de las más bonitas historias de amor de los últimos años la protagonizan dos pequeños seres asociales, que descubren el miedo y la violencia más descarnada y establecen una unión emotiva para hacer frente al mundo. Alfredson demostró que sabía crear atmósferas donde el terror y la ternura se podían dar de la mano y fascinar a un público muy amplio. Pocas veces la sorda melancolía de un chaval solitario se ha retratado con tanta fuerza, con el deseo tan vívido de encontrar un compañero de juegos, aunque se trate de un ser, digamos, curioso…

Volvamos a la playa: Los niños que han atropellado nuestras toallas corren a darse un chapuzón. Pese a que se alejan lentamente, sus gritos no se apagan. ¿Cómo es posible que desafíen las leyes de la física? Ya pueden estar en Mallorca, que los oímos igual. Y entonces surge la pregunta. Si a esta edad dan tanta guerra, ¿qué pasará cuando lleguen a la temida adolescencia? Algo de ello cuenta, a su modo, la primera película de JoeCornish, la aplaudida Attack the Block (2011). En una barriada de Londres (salimos del pueblo, pero no de la pequeña comunidad), una pandilla de adolescentes campan a sus anchas cometiendo pequeños robos, vendiendo un poco de marihuana y creyéndose los reyes del bloque. Pero la cosa cambia cuando un extraño objeto cae del cielo, y la enésima gamberrada de estos chavales puede desencadenar consecuencias terribles para toda la raza humana. Lo que pasa es que siguen siendo chicos de pandilla, con hábitos de pandilla, lenguaje de pandilla y soluciones de pandilla. Y como una pandilla harán frente al peligro que los acecha.La amistad, la lealtad y el coraje pueden surgir entre los adolescentes más conflictivos, solo hace falta un ataque a la tierra o, lo que es peor, a su barrio. Cornish debuta con este largometraje tras participar en el guión de Las aventuras de Tintín (Steven Spielberg, 2011) y darse a conocer en la televisión británica como un integrante más de la excelente generación de Edgar Wright, Mark Gatiss, Armando Iannucci o Steven Moffat. Ciencia ficción de bajo coste para una película que sabe jugar a la comedia, al cine de aventuras, al terror y al retrato de la adolescencia como época de cambios y de primeras responsabilidades.

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Y entre adolescentes nos quedamos. Espinillas, vozarrones, humores varios, primeras rebeldías, y horas en el baño (ante el espejo y… bueno, dejémoslo). Es evidente que ya no son unos críos, sus conflictos se vuelven más delicados, más dramáticos, más sangrantes. La adolescencia ha dado grandes títulos al cine, pero no siempre son retratos amables de un periodo convulso por definición. Desde Estonia IlmarRaag se doctora en Klass (2007) con un relato donde la violencia soterrada del bullying despierta terribles reacciones. Siguiendo en la misma línea, Evil (2003) centra el drama en un opresivo internado para chicos conflictivos, donde un recién llegado tiene que lidiar con los abusos de los más veteranos si quiere conservar su última oportunidad de un futuro académico. MikaelHäfstrom logra aquí notoriedad internacional con una narración basada en experiencias reales. Otro nombre que empieza a adquirir relevancia es el de Michael Cuesta, que alterna su trabajo en televisión con películas como L.I.E (2001) o El fin de la inocencia (2005) donde sus adolescentes protagonistas experimentan las alegrías y los sinsabores del descubrimiento de la amistad, la pérdida y el amor en circunstancias adversas. Gus Van Sant también ha dirigido la mirada a este colectivo, con trabajos como Paranoid Park (2007), que retratan la alucinada irrealidad de un momento vital que actúa para todos como punto de inflexión y que, en el caso de su protagonista, además esconde un terrible secreto.

En fin, volvamos a los niños, que también es cierto que nos amenizan las vacaciones. Y la playa. Son la sal de las fiestas, ya se sabe. Además, si no los tuviéramos correteando por la arena nos relajaríamos y correríamos el riesgo de dormirnos bajo el sol. Y ya se sabe lo malo que es eso para la piel. O sea que nada, siempre podemos llevarlos al cine, y mientras engullen palomitas, nosotros vamos contando los días que quedan para que vuelvan a la escuela…


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