Revista Cine

Ficunam 2014/iii

Publicado el 02 marzo 2014 por Diezmartinez
FICUNAM 2014/III
El FICUNAM es un festival arriesgado. Y qué bueno que así sea. Su competencia internacional y sus retrospectivas se alejan de manera clara del cine convencional, bien representado por la mayoría de los otros festivales de cine en México -y en buena parte del mundo, agregaría. Esto me queda más claro después de haber visto seis de las nueve cintas nacionales programadas en la sección competitiva Ahora México. En esta sección lo mismo aparece un cine narrativo convencionalmente scorsesiano como González (Díaz Pardo, 2013), que un meritorio ejercicio juvenil como Somos Mari Pepa (Kishi, 2013) o la opaca pero bien realizada Manto Acuífero (Rowe, 2013) -todas ellas vistas en Morelia 2013. Al mismo tiempo, compitiendo con estas tres cintas más que aceptables por cualquier estándar festivalero, hay otros filmes mucho más radicales que están en el terreno del videoarte (Amsterdam/México/2013), del documental experimental (El Palacio/México/2013) o del ensayo "audiovisual" (Tiempo Aire/México/2014).El menos logrado es este último, Tiempo Aire, "un proyecto audiovisual de Bruno Varela", un artista visual que construye su cortometraje de 27 minutos con "pedazos de historia que son una sola". Así, las imágenes tomadas a lo largo de casi dos décadas (de 1994 a 2013) en distintos formatos (VHS, Súper 8, Hi8 y demás) y en distintos sitios -en los pueblos mixes de Oaxaca, en Nueva York, en La Paz boliviana- son intervenidas con subtítulos que provienen de infinidad de películas (lo mismo Mad Max 2 que La Notte que Posesión que Cuando el Destino nos Alcance que Flash Gordon...) y, en el centro de todo, aparece la figura de Hermes, un migrante que ha viajado al norte y que ha regresado de allá a su tierra ya convertido en alguien más. Mucho más claro y controlado en su propuesta de videoarte es Amsterdam, cortometraje de 23 minutos dirigido por Carlos Amorales. La obra bien puede admirarse por la exquisita fotografía de Darío Schwarzstein, la presencia del expresivo intérprete Phillippe Eustachon y por su arbitraria superposición de imágenes, que lo mismo provienen de algún ejercicio de action/body painting que de asociaciones que nos remiten a ideas de soledad, goce o sufrimiento.Aún más interesante es el más reciente filme de Nicolás Pereda, El Palacio, un documental de 36 minutos de duración que, como de costumbre en el caso de Pereda, bien podría haberse beneficiado de una edición más rigurosa. Pero, también como de costumbre en el caso de este prolífico cineasta canadiense/mexicano, lo que vemos en pantalla nunca deja de ser interesante. Estamos ante un documental centrado en una veintena de mujeres que comparten "el palacio" del título, un enorme caserón derruido en el que viven. La escena inicial, con todas ellas -ancianas, mujeres, alguna niña- lavándose los dientes con todo cuidado en el patio común, mientras la cámara de Pedro Gómez las encuadra a la distancia, establece el tono del resto del filme: observación cuidadosa de una forma de vida o, mejor dicho, de sobrevivencia. Vemos a estas mujeres lavar platos, cocinar, tender la ropa. Pronto entendemos que estas mujeres se están preparando (¿entrenando?) para trabajar como sirvientas. Una voz en off -aparentemente de una de las productoras, Teresa Sánchez- interroga a dos mujeres, la titubeante Elisabeth y la muy segura Rossy. Las preguntas que les hace la mujer fuera de cuadro -¿sabes cocinar?, ¿tienes paciencia con los niños?, ¿sabes lavar a mano?, ¿trapeas con cloro?- es una suerte de entrenamiento para cuando tengan las entrevistas de verdad, con las mujeres que van a contratarlas. El asunto más complicado es, por supuesto, el regateo por el salario, como luego lo verá Elisabeth cuando tenga una entrevista "de verdad" -es claro que no es real- que termina con la "patrona" enojada por lo "alzada" que le resultó la "chacha".Otra de las entrevistadas, una niña de apenas 8 años de edad, es también entrenada en el arte de tender bien la cama. La chamaca, sin dejar de mascar su chicle, intenta una y otra vez hasta que la voz fuera de cuadro de su maestra, una señora entrada en años, entra al encuadre a hacer el trabajo que esta escuincla no quiere aprender. Pero, ¿debe de hacerlo a esa edad y para servir a otros?Creo que El Palacio podría haber representado al cine nacional de mejor manera que la película mexicana que está en concurso en la Competencia Internacional. Se trata de Navajazo (México-Francia, 2014), documental de Ricardo Silva que parece buscar una suerte de confrontación con el espectador al mostrar, casi a navajazo (fílmico) limpio y acompañado por las canciones de Albert Pla, la vida de un puñado de personajes que sobreviven al límite en la Tijuana del día de hoy. A saber, un par de yonquis, un drogadicto (¿regenerado?) que cría a su hija, un actor de video-homes, un director de cine pornográfico que quiere hacer una película en la que el amor y el sexo sean lo mismo, un compositor y cantante que se hace llamar El Muerto de Tijuana y que se revienta sus rolas (más o menos cotorras) en el estacionamiento de algún lugar, un adolescente que sueña en ser famoso cantando, un anciano viudo que vive rodeado de muñecas y juguetes...Es inevitable: algunos de estos personajes son más interesantes (y pintorescos) que otros, por lo que la película sufre cuando pasamos de El Muerto de Tijuana, el viejito de los juguetes o el correoso padre soltero a algún encapuchado que aparece por ahí o la pareja de yonquis que se drogan frente a la cámara, con todo y felación en plano general, mediante intervención del propio camarógrafo que le pide a la mujer que se mueva tantito a la derecha, porque él -y los morbosos que lo acompañamos- no estamos viendo la mamada que le está regalando a su compañero de vicio.La cinta no carece de interés, es cierto, pero sí de disciplina. Los segmentos se suceden sin que sea perceptible un mínimo sentido de unidad, a no ser el hecho de mostrar estos guiñapos de vida que merecen más respeto y consideración. No estoy seguro que la película les conceda esto, no tanto por la explotación que hipotéticamente hace de ellos sino porque, por lo menos en algunos casos, les niega la posibilidad de que nosotros sepamos más de lo que hacen, de lo que sienten, de lo que son. 

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