Revista Cultura y Ocio
Ya han sido muchas las veces que he invocado por estos lares el nombre de Lawrence Durrell, un escritor capaz de manejar registros inimaginables, con un dominio soberbio tanto de la pluma como del diccionario, versado en los clásicos pero no por ello menos dispuesto a demostrar que su sensibilidad está muy a la altura de su siglo, y cuya prosa hace pensar más en una orquesta sinfónica entera que en ninguna otra cosa. Y, sin embargo, este sujeto que es por sí mismo ya un universo no agota todavía la vena de genialidad que atraviesa a los miembros de la familia Durrell, como bien lo sabemos todos los que hemos conocido la suerte, la gracia y, sobre todo, la felicidad de leer los libros de su hermano menor, el benjamín de la familia: Gerald Durrell. Ahora bien, que no hay que pensar que el parentesco hace compartir a estos dos autores la pluma. Lawrence Durrell es un escritor de envergadura, en el sentido en que se interesa mucho por la estilística, el dominio de esa prosa que, por muy recargada o barroca que sea, fluye como un arroyo sin revelar por eso lo que guarda la oscuridad de su fondo. Es un literato, un escritor en el sentido más profesional del término, y además uno de los más grandes. Gerald Durrell, en cambio, prefiere el vuelo sereno y lleno de vitalidad de las aves pequeñas que, en lugar de buscar los vientos más altos mientras su silueta se convierte en un símbolo al recortarse contra el cielo, prefiere revolotear por entre los jardines y los bosques, posándose en tal o cual rama, acercando el pico con curiosidad a los estanques. Pero tratemos de ser aun más específicos: Gerald Durrell no fue, esencialmente, un escritor. Su obra de ficción es casi nula, y se reduce en realidad a algunos pocos libros para niños. Ante todo, él fue un naturalista, director del zoológico de Jersey (Inglaterra) y un profundo defensor del medio ambiente y sus habitantes, que viajó alrededor de medio mundo para buscar y capturar especímenes de diversas especies de animales para que fuesen llevadas a zoológicos en los que se las pudiera estudiar y conservar. Y, como buen viajero que era, y haciendo gala de una memoria de elefante (cosa que su hermano mayor también ha asegurado), el menor de los Durrell fue llevando al papel sus muchas memorias; y, luego, publicándolas. ¿Qué les puedo decir? Creo que, salvo por las ocasiones en que no cargaba un centavo encima, nunca he dejado de comprar cuanto libro de Gerald Durrell me he topado, si es que no estaba ya en mi colección. Todo empezó cuando, más o menos a los catorce o quince años, leí su primera obra, la hoy llamada Trilogía de Corfú, en la que narra sus recuerdos de los cinco años que vivió en dicha isla griega con su familia (madre y hermanos). Tenía sólo diez años cuando llegó, y quince cuando regresó con su madre a Inglaterra, pero sobran los detalles, las anécdotas y las bromas, a lo largo de tres libros (cuyos títulos no podrían ser más llamativos: Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses) que brillan por la claridad con que han sido escritos, la mirada y sentir inocentes que reviven y, de paso, el humor que recogen las historias familiares. Dicho sea de paso, Larry (como llamamos los "amigos" al mayor de los cinco hermanos Durrell) se nos revela, en sus veintipocos, como un personaje realmente hilarante, rápido para el humor y los juegos de palabras, y dueño de uno de los espíritus más sarcásticos y suculentos de cuantos recuerda la historia de la literatura, digno de algunos de sus mejores personajes. En esta trilogía, las anécdotas familiares y las observaciones sobre las costumbres de los animales de la isla se cruzan todo el tiempo, lo que hace que su lectura sea no solo grata, sino hasta adictiva. Y, por todo lo que he mencionado, uno no puede hacer menos que agradecer de todo corazón a su autor: yo, que ya he leído estos libros más de una decena de veces a lo largo de tantos años, sigo volviendo a ellos de cuando en cuando, y sigo riéndome a carcajadas. Además, Gerald Durrell no va a abandonar este estilo narrativo a lo largo de toda su vasta obra: las memorias de sus viajes por Centro y Sudamérica, África y demás, recopiladas en varios libros. Aunque quizá la mejor manera de hablar de su "estilo" sea, en realidad, citar algo que él mismo escribió en la introducción al libro de memorias de su hermana Margareth ("Margo") Durrell: "Desde siempre Margo mostró, de forma tan vital como los otros hermanos Durrell, un gran interés por el lado cómico de la vida y la capacidad de observar las debilidades de la gente y los lugares. Al igual que nosotros, también ella tiende a veces a la exageración y a dar rienda suelta a la imaginación, pero pienso que esto no es malo, cuando implica un modo más entretenido y divertido de contar las propias historias". Y, creo yo, no le falta la razón en ninguno de estos puntos. Supongo que tampoco está de más mencionar uno de los objetivos que perseguía Gerald Durrell al publicar sus memorias: la lucha por la conservación. Después de todo, hay que recordar que él creó el Fondo de Jersey para la Conservación de la Fauna, y la venta de sus libros (empujada en un principio por la fama de su hermano mayor, y luego por lo que ellos mismos eran) le significó unos muy buenos ingresos para dicho Fondo. Pero eso no es todo, sino que sus memorias, además, han servido para perpetuar, para mantener con vida, ese amor tan profundo y sincero que sintió por la naturaleza, y que sigue llegando a todos nosotros en su estado más puro. Por suerte. Todos tenemos algo que aprender y mucho que disfrutar de estos tesoros. Las memorias de Gerald Durrell, además, parecen escritas para no envejecer nunca, y pocos placeres he conocido que sean tan puros y gratuitos como los que guardan sus páginas. Levantar una copa en honor de este hombre y de su invaluable obra es, para mí, un verdadero honor.