Revista Cine
Son bastantes las películas que seguramente el cinéfilo ávido de repasar piezas antiguas desprecia por diferentes motivos:
Uno será sin duda alguna el género al que de inmediato, nada más ver la carátula, se adscribe el producto o, mejor dicho, se le adjudica de forma siempre subjetiva aunque no falta de razón.
Otro motivo será, para aquellas películas provenientes de países con una lengua distinta, la traducción que de su título decidan perpetrar los usualmente estúpidos encargados de tal menester. Estúpidos pero constantes, eso sí.
Acabo de darle un repaso a una película que, vista, recuerdo haber descubierto en la televisión hace ya bastante tiempo y me ha alegrado la oportunidad de verla, gracias a las nuevas tecnologías, en versión original y sobre todo en su formato cinematográfico original pues resulta frecuente el estropicio estético -casi un asesinato artístico- que nos priva de buena parte del oficio de director y camarógrafo.
La Paramount Pictures a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado luchaba por arrebatar audiencia al creciente influjo de la televisión y como las demás compañías productoras de Hollywood se decantó por la espectacularidad del formato VistaVisión que permitía rodajes con unas características formales muy atractivas.
Los productores William Perlberg y George Seaton tenían un guión escrito por el gran Dudley Nichols y una vez leído y releído con calma entendieron que sería conveniente la contratación del director "libre" Anthony Mann que había demostrado una enorme versatilidad al dirigir una serie de películas del oeste basadas en historias nada típicas ni tópicas, la mayoría protagonizadas por James Stewart.
Quizá porque estaba más libre o quizá porque Mann intuyó con buen ojo que sería más apropiado, el caso es que decidieron contratar a Henry Fonda para protagonizar un western que titularían The Tin Star (1957) cuyo título resultó desastrosamente adaptado y traicionado más que traducido como Cazador de forajidos, lo que explica que haya resultado poco atractivo a simple vistazo para muchos.
Tratar de reducir a una sinopsis el excelente guión pergeñado por Dudley Nichols vendría a ser emular la puñalada trasera asestada por ese lamentable título castellano minorativo de la complejidad de un personaje mucho más rico de significados que los que habitualmente pueblan las tramas del lejano oeste, ese tiempo inventado en el que las pistolas casi suplían las carencias de una administración de justicia.
El título original hace referencia a la insignia que adorna el pecho de esos representantes de la ley que hemos visto en cientos de westerns remarcando su debilidad y escaso valor material: una estrella de latón es un objeto liviano que, bruñida, acaso servirá para que un malhechor tome puntería sobre el corazón que late debajo de ella, quizá más asustado de lo que debería.
El padre de Millie Parker (Mary Webster) lució esa estrella y ahora es su novio, Ben Owens (Anthony Perkins) quien se dispone a ocupar la plaza de sheriff a petición de sus conciudadanos, pese a que su novia le amenaza con dejarle: no quiere acabar como su madre: viuda.
Esa estrella la lució, hace tiempo, un tipo frío de mirada tensa y andares pausados que responde por Morg Hickman (Henry Fonda), que se ha presentado una buena mañana en las pacíficas callejuelas del pueblo acompañado del cadáver de un delincuente fugado por el que solicita una recompensa de quinientos dólares.
Anthony Mann rueda en esplendoroso blanco y negro aprovechando el concurso del camarógrafo de la casa Loyal Griggs y la ventaja de poder rodar exteriores en los propios estudios de la Paramount, donde se construyó enteramente el pueblo. Ello permite a Mann no tan sólo dominar absolutamente las condiciones de rodaje de las escenas de exteriores sino, mejor aún, poder trabajar con la misma iluminación natural en los interiores ya que los diseñadores y constructores del set de rodaje, Hal Pereira, Sam Comer y Frank McKelvy realizan un notable trabajo de recreación del pueblo permitiendo a Mann moverse libremente con su cámara escribiendo la trama mediante toda clase de grúas y travellings que en otras circunstancias hubieran representado una dificultad añadida creando una tensión innecesaria.
Mann, que con Stewart deja escritas bellas páginas de los grandes paisajes del oeste, en su única colaboración con Henry Fonda realiza un ejercicio de introspección y desgrana poco a poco la historia de ese hombre de triste pasado que contempla el presente con mirada serena y se detiene precisamente en dos jóvenes aprendices:
Uno será el ya citado Ben, empeñado en ocupar la plaza de sheriff; el otro será el pequeño Kip (Michel Ray) hijo de Nona Mayfield (Betsy Palmer) y de un nativo indio americano fallecido: un mestizo al que los pueblerinos aprecian tan poco como a su madre, que vive en las afueras.
A pesar de girar la trama en torno a la figura de ese Morg Hickman presente en la mayoría de las escenas, casi nunca se le otorga por Mann la habitual preponderancia del protagonista: utiliza la amplitud de cuadro y la casi ilimitada profundidad de campo de los objetivos fotográficos que domina Griggs para disponer unas composiciones dinámicas, robustas e inteligibles en las que se mueve con soltura y mucha parsimonia Henry Fonda, mientras nos cuenta en un blanco y negro que le da sensación de abstracto irreal la trama ideada por Nichols más allá de los sobrios diálogos que, reducidos a la mínima expresión, aclaran los conceptos que mueven a cada personaje.
Ese Morg, mucho más allá que mero cazador de forajidos se nos presenta como hombre afable y pacífico: su determinación y firmeza son la cara egoísta que presenta ante la sociedad en general, pero en el trato directo y particular su bondad es evidente: esa ambivalencia está servida perfectamente por un Henry Fonda que sostiene la mirada como pocos y personifica con sus movimientos lentos la fuerza del que no necesita correr porque sabe perfectamente cual es el camino más rápido para alcanzar su objetivo y deja que los demás, atolondrados y confusos, se precipiten en una carrera descabezada: un hombre que recuerda y no olvida y sin erigirse en perdonavidas al uso, se mantiene tan al margen como puede de esa sociedad que intuye hipócrita y cobarde mientras se encariña con el mestizo desvalido. Este hombre que inicia la película llegando con un cadáver a cuestas, al final se irá por el mismo camino creando una nueva familia, cerrando Mann perfectamente la historia en toma casi idéntica.
No resulta nada sorprendente que el guión de Nichols optara al Oscar porque condensa en breve espacio diferentes temáticas que van mucho más allá que la mera película de acción bien resuelta y ejecutada: sin desdeñar los elementos melodramáticos que intensifican la atención del espectador pendiente de la resolución de los problemas que se les presentan a los protagonistas, persiste la formulación de la parábola social condensada en acciones motivadas por una toma de decisiones distintas: reflexiones encajadas con firmeza en la trama llaman al debate relativo al racismo contra el americano nativo así como la respuesta social responsable ante la exigibilidad y cumplimiento de la ley, amén de las relaciones entre experto y novicio con la proyección del conocimiento y la sabiduría obtenida por el uso y el tiempo en beneficio del aprendiz, sea de sheriff, sea de la propia vida, aunque ésta vaya a tomar otros aires mediante un traslado.
Hay que imputar a la pericia de Anthony Mann las virtudes de esta película que en apenas hora y media cuenta tantas cosas y lo hace con un ritmo que nunca es presuroso ni agitado: la mano del maestro se percibe rigurosa en la letra proveyendo al conjunto de una caligrafía precisa y muy efectiva, escueta hasta parecer aséptica pero enérgica en los primeros planos cuando éstos son necesarios, al más puro estilo de los grandes clásicos; brilla asimismo en la dirección de los actores, que están todos muy bien, especialmente Fonda como hombre tranquilo y sensato que prefiere la mente a la pistola y Perkins sabe ofrecer la contra réplica del joven ansioso por cumplir y por aprender un nuevo oficio; los secundarios, encabezados por una sugerente Betsy Palmer, realizan como era costumbre de la época un buen trabajo "soportando" correctamente sus personajes sin los que la trama no sería posible.
En definitiva, una película a disfrutar por el cinéfilo que, avisado, sabrá escapar de la pobre sensación que se obtiene al considerar el mal título que le han dado, ya que, lejos de ser una más del montón, estamos ante una pieza imperdible no tan sólo del western en particular sino del cine en general.