“Bajo toda la vida contemporánea late una injusticia profunda e irritante: el falso supuesto de la igualdad real entre los hombres”.
Ortega y Gasset
El sueño de la igualdad es tan nocivo en el arte como en la vida. Decía Chateaubriand que no se pueden crear pueblos sin un propósito celeste. Las civilizaciones victoriosas de Egipto, Babilonia y Roma se consolidaron a partir de una creencia religiosa común: el “propósito celeste” fue la savia que permitió la congregación de grandes masas humanas y la consolidación de un proyecto compartido. La savia cristiana, que mantuvo su vigencia hasta el siglo XVIII, alumbró la muerte de los dioses y dio paso a un propósito celeste de nuevo tipo, basado en los avances de las ciencias y en las utopías igualitarias. El sueño de la igualdad como principio nivelador de la sociedad, pergeñado por Rousseau, afianzado por Babeuf, Robespierre y Carlos Marx y llevado a su culminación por el triunfo de la revolución rusa, inició el más memorable deslumbramiento del mundo moderno, sólo comparable al triunfo del cristianismo, y dio origen al imperio de una larga ilusión que tuvo consecuencias devastadoras. Mi generación creció con la convicción de que los valores e instituciones democráticas eran una farsa que consagraba la desigualdad y la explotación de los trabajadores, lo que de hecho legitimaba todas las acciones emprendidas contra el maléfico sistema capitalista. Para los grandes popes del anarquismo y el marxismo todo lo que contribuía al triunfo de la revolución era justo y moral, y todo lo que obstaculizaba el desarrollo de la revolución era irremediablemente inmoral. El asesinato, el robo y el terrorismo, eufemísticamente llamados ejecuciones, expropiaciones y acciones directas contra el aparato represivo del Estado, nos parecían moralmente inobjetables. Todo estaba justificado por el futuro paraíso de igualdad y libertad, cuya realización nos demandaba el paso previo de la toma del poder. Esa era toda la cuestión. Nunca se nos ocurrió pensar que las desigualdades naturales, sumadas a la dinámica de dominación y sumisión inserta en el ADN humano, podían convertir la ansiada toma del poder en la puerta de ingreso a un infierno mucho más insoportable que el sistema capitalista. Pero la realidad nos prodigó una serie de lecciones irrefutables. Luego de abolir todas las instituciones democráticas y de anular los equilibrios de poder en nombre de la igualdad y la libertad, y mientras se postulaban como el futuro de la Humanidad, las revoluciones igualitarias derivaron en feroces dictaduras comandadas por el Uno que denunció La Boetie. Sin embargo, algunos tardamos demasiado en denunciarlas y otros se resisten a dar ese paso o prefieren mirar para otro lado, porque la ilusión puede ser más poderosa que la realidad. Ciegos a todo lo que no se corresponda con el sueño de la igualdad, solemos quedar incapacitados para entender que hay ciertos límites y determinismos de la condición humana que nunca podrán ser anulados ni modificados por ningún sistema social. Una de las mayores limitaciones en el camino de la armonía social es el instinto de dominación y sumisión visible en la conducta de todos los mamíferos, invariablemente organizados en dóciles manadas bajo la conducción del macho principal, y cuyo influjo opera de una manera igualmente decisiva sobre la conducta humana, como lo prueba la existencia de dominadores y dominados en todas nuestras instituciones, desde la sencilla unión matrimonial hasta la compleja dirección del Estado; lejos de ser una rara avis, el jefe despótico y narcisista pertenece a la especie más extendida del planeta. La certeza de la muerte ineludible, a la que todos estamos condenados, más la desigualdad de la naturaleza, que reparte los dones físicos e intelectuales con innegable avaricia e inequidad, son otros de los grandes límites que siempre estarán más allá de las decisiones humanas. La observación de Ortega y Gasset en su tratado sobre la deshumanización del arte, cuando anota que el falso supuesto de la igualdad real entre los hombres produce una injusticia profunda e irritante, porque postula la nivelación del mérito con la ineptitud y desalienta el esfuerzo de los mejores, se verifica tanto en la vida como en el arte. A nadie se le ocurriría postular la igualdad real entre las participantes de un concurso de belleza, ni entre los competidores en un torneo deportivo o un certamen de ciencias duras, pero la idea incongruente de la igualdad real entre los seres humanos extiende su poder de corrupción y retroceso en todos los ámbitos. La pretensión de que cualquiera puede ser un artista, inseparable del principio básico del arte conceptual, que sostiene la primacía del concepto y la superfluidad de la obra, ha hecho estragos en el mundo del arte. No cabe duda de que cualquier individuo sin aptitudes ni conocimiento se puede autoproclamar intérprete de su época y hacer experiencias en el mundo de los readymade, instalaciones, fotografías y videos, ni de que tales productos, una vez localizados en el museo, se convertirán temporalmente en obras de arte, pero tampoco hay dudas de que esa clase de arte, así como los artistas que lo generan, son igualmente efímeros y descartables. Lamentablemente, el sueño de la igualdad se ha convertido en uno de los principios rectores de un arte actual premeditadamente banal e indiferente a la trascendencia, que bajo la consigna de fusionar el arte con la vida atrae la decadencia y el desdén sobre una práctica que no merece ser llamada arte, como anota Marc Fumaroli, porque no es más que un entretenimiento para millonarios. El arte genuino, tan indisolublemente ligado a la búsqueda de trascendencia como la filosofía y la religión, es una construcción de significados que se ubica en las antípodas del sueño de la igualdad, ya que su ejercicio reclama la extrema desigualdad real de un respetable caudal de aptitudes naturales y la adición de un largo aprendizaje. Lo que asombra en el arte de los siglos pasados es justamente la suprema excelencia de su realización, que por momentos parece superar las posibilidades humanas, como lo sugiere el mote de “divino” que recibieron tantos pintores de la antigüedad. La incomparable singularidad de los tesoros artísticos preservados en el Louvre, el Prado, el Metropolitan y otros grandes museos del mundo son la mejor demostración de que el gran arte es siempre el producto de la desigualdad de talentos más extrema. Incesantemente visitados por legiones de personas que se entregan al honroso homenaje de la admiración, los leonardos, rembrandts y velázquez operan en el ánimo del público como una absoluta, muda y definitiva condena del arte contemporáneo, y como la más cabal demostración de que en ningún terreno puede haber verdadero progreso, según lo advirtió Ortega, sin el reconocimiento de la desigualdad real entre los hombres.