Pensando en Terence Stamp y Peter Cushing, las más célebres presencias en este infame subproducto, cabe preguntarse: ¿qué es peor? ¿Formar parte del elenco artístico de tamaño bodrio como los nombres más ilustres y, por tanto, como principales reclamos de cara a la taquilla? ¿O compartir reparto con Ana Obregón…? La duda persiste tras el horrendo visionado de Misterio en la isla de los monstruos (1981), adaptación-afrenta de la obra de Julio Verne que forma parte de esa variante del cine español que son las coproducciones de acción, aventura o guerra con pretensiones, y que, como le ocurre a la pareja protagonista, hace aguas por todas partes.
Por lo visto, en la isla de marras hay un yacimiento de oro de no te menees, que es a lo que echar mano el amigo Taskinar -o Skinner, ni en el nombre la película se pone de acuerdo…- (Terence Stamp). Cuando sus hombres se encuentran en proceso de descubrir dónde se halla el filón, decide marcharse para volver más adelante a buscarlo (!), dando así origen a la trama: en Londres, la titularidad de la isla se subasta públicamente, y en dura pugna, el filántropo y magnate de la navegación, William T. Kulderup (Peter Cushing), se hace con ella. Como su protegido, el guaperas-bollycao de turno (Jeff Morgan) está ansioso de aventuras (de todo tipo) antes de contraer matrimonio con la “protegida” de Kulderup (la Obregón, en un personaje que prolonga el mejunge de nombres: Meg Hollaney o Meg Calderón, según se sienta británica o española, como Gibraltar…), su protector lo envía junto al profesor de baile de ella (más ¡!), interpretado por Thomas Artelect, un hombre despistado, desastroso, miedica y cachondón, a la isla en cuestión, para que descubra mundo, se foguee y tal y cual. Cuando el barco naufraga y la tripulación huye, el mozo recio y el profesor de baile, ya náufragos, llegan a la isla como pueden. Esta resulta ser un lugar inhóspito en el que sobreviven criaturas prehistóricas, hay caníbales, y además sobre ella surca la amenaza de un grupo de hombres enmascarados y armados, ataviados a la manera árabe, que van tras el oro…
Flaco favor hace la película a la novela de Verne, publicada en 1882, Escuela de Robinsones, a lo largo de sus innecesarios 99 minutos. No solo la realización es rutinaria y desmañada, no solo el acabado es vulgar e incluso zarrapastroso (tiros esbafados, música chirriante, estética cutre…), sino que las interpretaciones van de lo bochornoso a lo irrelevante, especialmente vergonzosa en el caso de Stamp, que pone caras solemnes todo el tiempo, como si estuviera necesitado de un antidiarreico. El peor apartado es el de efectos especiales, insuficiente en la recreación del supuesto hundimiento del barco, pero realmente lamentable en lo que se refiere a la recreación de las bestias. Esto merece una reflexión aparte: cartón, felpa, esponja, papel… Espinete y Don Pimpón eran criaturas perfectas que podrían haber transitado por Parque Jurásico en comparación con los horribles bichejos diseñados para la ocasión, cuyas apariciones resultan siempre gratuitas y más bien poco amenazantes. Por lo demás, la trama sigue los derroteros comunes (homenaje a Daniel Defoe incluido, con el hallazgo del oportuno Viernes) en su mezcla de acción cutre aderezada con música de presunta tensión, los chistes malos del profesor de baile y los aparentes encantos de las chicas de la función, la Obregón, que afortunadamente sale poco y enseña menos, y Blanca Estrada, que, ligera de ropa, esta sí (estamos a finales de la era del destape), interpreta al único personaje que daba medianamente para algo de interés, la náufraga francesa que esconde un secreto…
Sin personajes, por tanto, sin encanto, sin ninguna emoción ni tensión narrativa, con unas secuencias de aventura y acción monstruosa que deberían excitar al personal y únicamente provocan tediosas e incrédulas carcajadas ante el hecho de cómo alguien pudo poner dinero para rodar esto tomándoselo en serio, uno de los escasos alicientes que ofrece el visionado de este truño consiste en encontrarse a secundarios españoles como Frank Braña, Daniel Martín, Luis Barboo o el inefable Paul Naschy, en una colaboración muy por debajo de las exigencias de su narcisismo habitual. Despropósito como pocos, los sucesivos finales (de la salvación al final sorpresa, pasando por el epílogo de nuevo amenazante, culminado con una risible pelea en grupo, cómo no, acompañada por el duelo Obregón-Estrada revolcándose por la arena, y porque no había barro a mano…, y que deriva en otro final sorpresa) terminan de generar el cansancio-hartazgo que en el espectador se va acumulando conforme avanza esta sucesión de mamarrachadas sin cuento. Absolutamente infumable.
Acusados: todos
Atenuantes: no se conocen; tal vez la presencia de un decadente Cushing, y eso porque era un buen tipo que en los rodajes era educado, cortés, amable, lo que se dice un pedazo de pan, y encima divertidísimo…
Agravantes: la Obregón
Condena: culpables
Sentencia: capitaneados por la Obregón, participar en Ana y los 7 gilipollas…