Revista Cine

La tienda de los horrores – The code

Publicado el 29 enero 2011 por 39escalones

La tienda de los horrores – The code

Este par de mamertos que miran al frente con cara de panoli son los protagonistas de una de las peores películas de atracos jamás filmadas, The code, bodriometraje dirigido en 2009 por Mimi Leder (que, además de amplia experiencia televisiva, también tiene en su haber dos truños como Deep Impact y El pacificador y un filme parcialmente estimable, Cadena de favores), una película que traiciona doblemente al espíritu de lo que pretende homenajear y al club al que insiste en pertenecer: ni funciona como comedia de atracos, ni tampoco como película de ese reducido grupo de joyas en las que la sorpresa final apabulla, desconcierta, reconforta y agrada hasta el punto de convertir el guión en un puzle inolvidable, en un juego de ratón y el gato entre película y espectador que se remata con un gran ohhhh! de emoción y satisfacción.
El cine de atracos nos ha proporcionado no pocos momentos agradables, ya sea disfrutando con la interacción de la mezcla de divergentes y excéntricas personalidades, bien entre el grupo de atracadores, bien entre el de policías que les persigue, bien entre todos ellos a la vez, ya con la minuciosa y elaborada planificación de un golpe aparentemente imposible, así como su ejecución, los múltiples inconvenientes que la ponen en peligro, y las amenazas y sorpresas que la circundan.

Nada de eso hay en The code, ni gracia ni meticulosidad, ni tensión ni preocupación por cómo se resolverá el entuerto. Para empezar, resulta difícil la empatía con un personaje, digamos positivo (Keith, el ladrón que interpreta Morgan Freeman, típico delincuente que roba sólo a los malos que lo merecen, con una integridad moral mayor que la del Alcoyano y más aún que la de los policías que le quieren dar caza, típico bueno-malo tan querido al cine de Hollywood y que tantas pampurrias da), que nos es presentado como un asesino a sangre fría. Por otro lado, Gabriel Martín (Antonio Banderas) no resulta creíble en su papel de joven alocado e impulsivo, ratero callejero que se conoce los recovecos de Nueva York como la palma de la mano. Y no es creíble porque ni es tan joven ni da el pego como ladronzuelo guaperas, ingenioso y además diestro en persecuciones, cabriolas, peleas, salvaciones imaginativas en el último momento y demás características de un héroe de acción, personaje en el que ya resultara más paródico y caricaturesco que atractivo en El Zorro. Para empeorarlo todo, nada mejor que introducir una tercera pata, por supuesto femenina, que relacione la historia con lo emocional y sentimental, la hija adoptiva de Keith (Radha Mitchell), una rusa de la que Gabriel se enamora, y que da ocasión para desviar la trama hacia la labor de acoso y derribo a la chica que despierta la contrariedad de Keith y amenaza el buen resultado del golpe con el crecimiento del recelo mutuo. Por último, Robert Forster dista mucho de ser el policía ocurrente, irónico o perverso que el género requiere, y desde luego, la relación de amor-odio, de admiración y animadversión que supuestamente mantiene con Keith a lo largo de los años, tan tópica como superficialmente apuntada, tampoco funciona ni aporta nada que no se haya visto mil veces.

Tres secuencias demuestran la penosidad a la que asistimos: primero, la “espectacular” persecución en el metro, en la que Gabriel se arrastra por el techo de unos vagones de videojuego (literalmente, la escena es recreada con computadora y está más cercana a los dibujos animados que al cine), chirriante y espasmódico fragmento apto para la casquería de chapa y pintura tan querida al falso cine-espectáculo; segundo, todas y cada una de las escenas “románticas” entre Gabriel y la chica, demasiado tontas, tópicas, absurdas y melosas; por último, la secuencia en la que Keith y Gabriel asisten caracterizados como policías de alta graduación a una fiesta que tiene lugar en el edificio en el que se proponen asaltar la caja fuerte que esconde unos carísimos y desconocidos huevos de Fabergé: en ella, pese a ser descubiertos, no son detenidos ni siquiera por suplantación de personalidad, todo en aras del mantenimiento de una ridícula conversación con su potencial captor, que sin embargo les deja ir tan panchos para que atraquen a su gusto, ya se sabe, la tontería esa del desafío y el placer de la persecución.

Pero el colmo de los colmos radica en el guión: intentando convertir el hastío y la confusión del público en complejidad, está lleno de trampas y de rincones repletos de supuestas sorpresas que no son más que giros efectistas que, además de verse venir a cien kilómetros de distancia, ni sorprenden ni ofrecen nada nuevo ni apartan por un segundo del previsible final que se adivina. Jugando a un tiempo a emular los clichés de las más clásicas cintas de atracos, también pretende fusilar a filmes que, como La huella (Joseph L. Mankiewicz, 1972) o El golpe (George Roy Hill, 1973), hacen de la sugerencia y de la sugestión sus armas para conseguir llevarse al público a su terreno para descolocarlo con una tremenda impresión final que sorprende, conmueve y deja atónito. En cambio, en The code, todo es tan vulgar, tan plano, tan distante y tan cargante, que toda la previsibilidad se vuelca en un final tramposo en el que para encajarse todas las trampas que han ido insinuándose a lo largo del metraje, el guionista ha tenido que pedir ayuda a un psiquiatra. El juego de “sí pero no” y “no pero sí” no está insinuado ni sugerido, sino directamente birlado, metido con calzador, en una palabra, mentido. Tras los trucos de magia y los juegos de manos del guión no hay nada más que un inmenso hueco vacío que en última instancia se pretende cubrir con sentimentalismo del barato. El espectador en ningún momento pisa tierra firme, no conoce a ninguno de los personajes ni se consigue que le importe nada de lo que pasa, todo con la excusa de apabullarlo con un final que hace ciento cuatro minutos que dejó de interesarle. Da la impresión de que guionistas y director se han dedicado a la onanista diversión de engañarse y hacerse perder pie a ellos mismos en la creencia de que, si ellos son tan tontos como para creerse su propia y disparatada historia, el público es igual de torpe para darse cuenta de que su película es papel mojado, un nuevo y exuberante envoltorio de la nada más absoluta.

Mención aparte para Banderas, que está horrendo (y que ha hecho muy bien en cambiar de agente y buscarse las judías en otro tipo de personajes, una vez que se ha dado cuenta de que su rentable carrera americana no ha ido pareja a su crecimiento como actor), y para Freeman, que interpreta con el piloto automático y la asepsia de siempre.

Y, lo peor de todo: la película mete tanto ruido que ni siquiera te permite dormir…

Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: la falta de respeto a un público que parece haber visto más cine que los productores, director, guionistas e intérpretes de esta mamarrachada
Condena: culpables
Sentencia: ser encerrados en la caja fuerte de la película, sumergirla en una piscina de bombas fétidas, y después tirar la llave


 


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