Revista Cultura y Ocio

Lo que (no) podemos creer

Publicado el 01 junio 2011 por Santiagobull
Lo que (no) podemos creer
Hace un tiempo, acompañé a mi ahijado (que hoy por hoy tiene dos años) al parque en el que se reúne con todos sus amigos (una pandilla pre-juvenil, vamos) a jugar por las tardes. Era, si mal no recuerdo, una tarde de día soleado, de esas en que el clima y la temperatura del ambiente resultan no sólo cómodas, sino hasta maravillosas, que es algo bastante extraño en esta ciudad que es Lima. Total, que yo me hice a un lado y me quedé observando a los chiquillos sin mayores acrobacias mentales, cuando de pronto me sentí profundamente interesado por uno de sus juegos: algunos de los niños se habían subido a un pequeño montículo que tenía un árbol en el centro e imaginaban ser piratas. El montículo, obviamente, era su barco; el pasto que lo rodeaba, el mar.¿Quién no puede evocar una imagen parecida, si se digna a recorrer los angustiosos pabellones de la propia infancia? O bueno, los que estén al alcance del día de hoy, porque yo he olvidado buena parte de mi niñez. Pero eso es lo de menos: lo intrigante es cómo podíamos fingir con tanta honestidad que algo era una cosa que no lo era. Aunque "fingir" es una palabra injusta: bien dichas las cosas, habría que reconocer que "creíamos", seriamente, que un objeto podía y podía no ser otro objeto. Metidos como estaban en su juego, esos niños creían, realmente, que eran piratas que surcaban el ancho y peligroso océano en su magnífico navío, seguros al mismo tiempo, y con la misma convicción, de que no eran más que niños de pie en un montículo en la mitad de un parque, muy cerca de sus casas y de sus madres. Es más, ni siquiera es necesario ir tan lejos y meter la mano en nuestra memoria, porque todavía nos volvemos a esta espistemología del juego, donde dos creencias (aparentemente) contradictorias son igualmente ciertas. Si dejamos correr nuestra imaginación, dejando a un lado la vergüenza que pudiéramos sentir ante nuestra propia mirada, creo que cualquiera de nosotros es capaz de subirse a una piedra y "jugar" a que está de pie sobra la más alta de las montañas, en la luna, o surcando los siete mares en un barco que hace lucir una bandera negra y decorada con dos tibias y un cráneo. O, si prefieren un argumento definitivo, es exactamente lo que nos pasa cuando leemos un buen libro: que enseguida, y sin darnos cuenta, admitimos la creencia de que lo que nos narra es real, a veces hasta que es más real aún que el mundo al que regresamos después de cerrarlo. Esta gracia (llamada metarrepresentación, y que poseemos en virtud a que la ley de selección natural nos ha permitido desarrollar un lóbulo frontal en nuestros cerebros) es una de los detalles que más enriquecen nuestra experiencia del día a día. Básicamente, en esta misma capacidad de creer en sucesos "irreales" la que nos permite imaginarnos en situaciones posibles en el futuro, el pasado o aún en el presente. ¿Lo que se desprende? Por supuesto, los cuestionamientos más afilados del banquete filosófico: la relación entre creencia y realidad, la relación entre imaginación y facticidad, la pregunta por el fundamento de nuestras representaciones mentales y, de ahí, al problema mente-cuerpo (uno de los más tocados en filosofía de la mente), más un larguísimo y tal vez infinito etcétera. Por un lado, entonces, tenemos esto: un verdadero océano de posibilidades, de "juegos" en los que podemos (y, de hecho, lo hacemos, al punto que si no lo hiciéramos nuestra existencia sería una cosa bien distinta, y hasta quizá impensable) creer, en tanto que los asumimos, por un lado, como hechos, sin dejar de asumir, del otro, que no lo son. Vaya rompedero de cabeza, eh... A lo que trato de ir, en el fondo, no es más que a señalar un fenómeno fascinante, y es este: cómo tenemos, por un lado, la capacidad de creer en tantas cosas, ilusorias o no; y, del otro, tanto en lo que sencillamente creemos, aunque no debamos, o podamos en el fondo, hacerlo. Que este mundo en el que todos vivimos sea, a la vez, un sólido terreno de convicciones y un pantano en el que nuestros pies no hacen otra cosa que hundirse en el lodo de las dudas. Piensen en los tópicos más clásicos del tema: ¿qué es lo que la publicidad trata, realmente, de decirme o venderme? ¿qué es lo que está debajo de determinado discurso? ¿cuál puede ser el verdadero sentido de ciertas palabras cuando son pronunciadas en un determinado momento y a un público tal o cual? Y, sobre todo, ¿cómo podemos ser tan cándidos de creernos todo ese montón de payasadas?Recitemos con Hamlet, entonces: "¿Creer o no creer? Ésa es, señores, la puta cuestión". En terreno filosófico, hay caminos para solucionar el rollo, empezando por la atribución de intencionalidad al agente emisor, entre otras. (Claro que, me dirá alguien, en rollo durrell-foucaultiano, esas soluciones son, también, palabras, signos articulados, discurso). Y, sin embargo, seguimos en la encrucijada, aún sin darnos cuenta de ello, de pie en ese tartamudeo que dice tanto que sí como que no, y hasta sonreímos y la pasamos como si todo este rollo fuera la fantasía de algún esquizofrénico y/o de algún filósofo. Supongo que, al final, las cosas son mucho más complejas de lo que los simples mortales quisieran, y mucho más sencillas de lo que los filósofos piensan. Y, como habrán notado, volvemos a la encrucijada, ésa de la que los seres humanos no podemos, por suerte, escapar del todo. Un sádico juego de niños grandes. 

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