Como sucede en todos los tiempos, tal vez para validar la teoría del eterno retorno, las miserias y los horrores cotidianos de hoy se funden en caótico aluvión con los oasis de belleza y los disparadores de los goces más puros, que no se limitan a las delicias del amor romántico ni se agotan en las excelsitudes de la danza, la música o la poesía.
Entre los inabarcables causales de felicidad humana, que pueden ser tantos como los gustos de los tiravidas que habitamos este mundo, siempre dispuestos a gozar del far niente y a entretenernos con el vuelo de la moscas, debemos incluir a los torneos de alta competencia que libran los maestros del tenis.
En cada torneo, los top ten nos deleitan con los prodigios de virtuosismo y precisión que ejecutan para disputarse el ansiado número uno y acaparar la admiración mundial.
Se trata, como es sabido, de un proceso que se desarrolla dentro de la más absoluta transparencia, difundido en vivo y en directo por la televisión mundial y que no deja demasiado margen a dudas ni discusiones, porque está
enmarcado por un conjunto de reglas inequívocas, pensadas para que los contendientes
gocen de la absoluta igualdad de condiciones que permitirá establecer sin ningún tipo de dudas quien es el ganador y quiénes son los diez mejores, los integrantes del famoso top ten. Lamentablemente, esa envidiable claridad, debida al conjunto de reglas y límites inequívocos que regulan el tenis, no es transferible al escurridizo y neblinoso mundo del arte.
En efecto, no cuesta nada imaginar el descomunal embrollo que desataría la designación de los top ten del arte
contemporáneo, pero como todo es cuestión de gustos y de animarse, aquí va mi lista de los diez grandes maestros vivos del arte contemporáneo: Carlos Alonso, Avigdor Arikha, Fernando Botero, Lucian Freud, David Hockney, Julio Larraz, Antonio López García, Odd Nerdrum, Guillermo Roux y Tomás Sánchez.
Hay algunas aclaraciones necesarias para entender el espíritu de esta lista. La primera es que el orden alfabético obedece a la imposibilidad de establecer primacías dentro del empinado parnaso que comparten esos nombres sobresalientes. Como muy bien dijo Ortega y Gasset, los grandes pintores no son entidades comparables, porque la obra de cada uno de ellos aporta un complejo sistema de belleza y significación que es absolutamente autónomo y singular, lo que haría absurdo sostener que Velázquez es mejor que Rembrandt, o viceversa; todo cuanto sensatamente se puede afirmar es que Velázquez es el más grande de los velazquistas y Rembrandt el mejor de los rembrandtianos.
La segunda aclaración es, en realidad, una respuesta anticipada a las previsibles objeciones ante la notoria ausencia en esta lista de artistas conceptuales y pintores abstractos. Sobre los primeros basta con repetir lo que tantas veces señalamos en este blog: creer que una cama deshecha, una lata de sopa o un tiburón en formol se convierten en obras de arte por el mero hecho de ser presentados en un museo es una superstición que sumerge al mundo del arte en el irracionalismo y la estupidez.
La pintura abstracta es una cuestión bastante más compleja: para decirlo en pocas palabras, mi opinión es que la prohibición de aludir al mundo real como medio de lograr una expresión autónoma representa una grave mutilación. La composición, el equilibrio y la riqueza del color son factores importantes en una pintura, pero la erradicación de las referencias a la realidad se salda con una atronadora ausencia de significado. Para usar un símil gastronómico, la abstracción me parece un bocado exquisitamente presentado pero carente de sabor: si aspiro a lograr una satisfacción plena necesito que el plato sea igualmente grato para la vista y el paladar, una condición que mis top ten cumplen con holgura, porque sus obras son son una magnífica conjunción de belleza y sentido.