Revista Cultura y Ocio
Recién esta mañana recibí la noticia de que habían asesinado a Facundo Cabral. Lo que significa, entre muchas otras cosas, que se nos ha ido una de las grandes voces que se han templado de este lado del mundo al compás de una guitarra dolida y terca. Son los gajes del oficio, que les llaman, pero de todos modos se va a extrañar a este cantautor de la vieja escuela, argentino de cepa clásica que siempre se columpió entre la pampa y el bolero más amargo. Por lo menos, nos quedarán sus canciones, ésas que uno invoca a vibrar en su pecho mientras recibe a la madrugada con la copa de la melancolía, o entre las copas y los amigos cuando se les da por tomar la guitarra y dedicarse a ese maravilloso oficio que es el recordar las viejas canciones que habitan en nosotros. Dejo, pues, estas rápidas líneas como un homenaje, con la copa en alto y la voz en la ansiedad de la espera. Hay quien piensa que las canciones viven más que el recuerdo mismo, y eso, señores, es una dignidad noble a la que pocas cosas pueden aspirar siquiera. Y cuánta poesía. Olé, don Facundo Cabral. Olé...