Esta notable película de Luchino Visconti resulta inconcebible sin su protagonista, la gran Anna Magnani. O mejor dicho, su coprotagonista, ya que este papel se reparte por igual entre esta madre coraje que lucha denodadamente por convertir a su hija en una estrella de cine, y el propio medio cinematográfico, o más propiamente, los entresijos del negocio, la falsedad, la frivolidad y la hipocresía que no pocas veces lo gobiernan.
En la Roma de postguerra, Maddalena (Anna Magnani) concurre con su hija María a un casting que el director Alessandro Blasetti está llevando a cabo en Cinecittà para escoger a la niña que ha de protagonizar su próxima película. Son decenas, cientos, las madres que acompañadas de sus hijas, más o menos dotadas para la interpretación, más o menos cercanas al perfil exigido por la convocatoria, llenan pasillos, patios y salas de los estudios esperando su turno para mostrarse ante el cineasta y presentar su candidatura al estrellato cinematográfico. La rivalidad se acentúa a cada instante, y más que las pobres niñas, muchas de ellas llevadas allí, como en el caso de María, más por el capricho y las necesidades maternas que por gusto o ambición personal, son las madres las que compiten en una dura carrera, a veces en sentido literal, por ser las primeras, las más llamativas o las más favorecidas, en el instante en que desfilen ante los ojos del gran hombre. La obsesión de Maddalena es tan grande, sus esperanzas en que una carrera cinematográfica pueda deparar a la pequeña María un futuro menos dificultoso que el que ella misma ha vivido junto a su esposo Spartaco, hacen que vuelque todo su entusiasmo y su amor en la empresa, incluso contra la voluntad del marido y sin contar demasiado con los deseos de la niña, que se ve forzada a seguir medio a rastras a su madre a todo aquello que pueda facilitar el cumplimiento de sus sueños de celuloide. El problema es que el antojo de la madre pone en riesgo el futuro de la familia: en la Italia deprimida y hambrienta de 1951, Maddalena no vacila en gastar importantes sumas en el fotógrafo y el peluquero de la niña, en las clases particulares de interpretación, en la confección de un guardarropa a medida o en un carísimo estudio de ballet, empeños todos ellos saldados con fracasos. El colmo es la aparición de Alberto, un joven agente de los estudios, un vividor con pocos escrúpulos que se aprovecha de Maddalena y, prometiéndole el éxito seguro de sus gestiones, se concentra en sacarle todo el dinero que puede con promesas vanas de introducir a la niña en las pruebas, a la vez que intenta ser recompensado por la madre.
Visconti se encuentra en 1951 en pleno proceso de su transformación como cineasta. De su pasado reciente, los coqueteos con los inicios del neorrealismo y la plasmación de una realidad social y política fruto de su marxista visión del mundo y de sus vivencias personales, profesionales y políticas durante la dictadura de Mussolini y la Segunda Guerra Mundial, Visconti está poco a poco abandonando este gusto por el reflejo de situaciones e ideales políticos y sociales, por la crítica de valores y actitudes reinantes en una sociedad enferma y abotargada tras demasiados años de privaciones, y se va volcando paulatinamente en el estilo refinado, majestuoso, grandilocuente, monumental, aunque no exento de tacto y sensibilidad, que se plasmará primero en Senso (1954) y más adelante en sus más recordadas obras maestras, El Gatopardo (1963) y Muerte en Venecia (1971). La mirada bajo la alfombra de los primeros trabajos de Visconti se volverá puro cine, pero antes ofrece un producto marcado por sus señas de identidad anteriores, por esa mirada desnuda, contundente y comprometida hacia los problemas e hipocresías que presiden la vida cotidiana de un país que lucha por su supervivencia diaria observado desde el mundo que él mejor conoce, el del cine, que no es sino una metáfora a pequeña escala de los vicios, sueños y frustraciones que gobiernan la vida de todos los ciudadanos en un momento de carestía e incertidumbre.
La película, que toma buena parte de los postulados neorrealistas, incluido el gusto por la picaresca como método de supervivencia, y no sólo respecto al personaje de Alberto sino también en cuanto a la propia Maddalena, es a un tiempo una reflexión sobre el propio medio cinematográfico, su carácter ilusorio, su grandeza mantenida a golpe de rencillas y competitividad, a un mundo subterráneo generalmente ocultado por la pompa y los oropeles de los grandes estrenos y las funciones de la mercadotecnia. El cine es una carrera despiadada por el éxito que van abandonando, apartados en las orillas, quienes no poseen el suficiente talento o no carecen de escrúpulos para abrirse paso en una jungla cuyo triunfo consiste en apartar a la competencia de tu camino.
Por otro lado, Bellissima posee también un cierto aire elegíaco acerca de Roma. Las largas caminatas de Maddalena y María por la ciudad permiten vislumbrar una urbe todavía no repuesta de desgracias recientes, en la que las señales de los combates y los bombardeos resultan muy visibles, y en cuyos habitantes todavía rezuman las cicatrices de la violencia, el odio y el enfrentamiento. Roma es un lugar gris, de barriadas de calles de tierra y largas avenidas sin coches, de ropa tendida de balcón a balcón y soledad en las calles iluminadas por débiles farolas o un sol recubierto de ceniza. En cambio, Cinecittà es el sol: allí los hombres visten bien y son educados y corteses, las mujeres realizan labores importantes, toman decisiones, fuman, van en coche y se desenvuelven sin complejos, como dueñas del terreno que pisan. En Cineccità la tradición ha perdido el pulso con la modernidad: el cine marca otra velocidad a la vida.
Pero la película es sobre todo un monumento consagrado a la gloria de la gran Anna Magnani, una de las mejores actrices de todos los tiempos, a su combinación de contundente carnalidad, carácter interpretativo, tierna sensibilidad y fuerza indómita, que construye su personaje de Maddalena con determinación y sensibilidad, que es al mismo tiempo un torrente de poderío, una avasalladora ola de temperamento, y una personalidad frágil, tierna, a un paso de desmoronarse. Magnani ha simbolizado como nadie la vida de la Italia de la postguerra y también la memoria de siglos que encarna la mujer mediterránea, sometida a los dictados del patriarcado impuesto por el catolicismo recalcitrante y también poseedora de un sordo espíritu de rebelión y orgullo que en última instancia es el que permite que el mundo no se pare. Magnani encarna con vigor el recuerdo y la lucha de incontables mujeres a lo largo del tiempo. Magnani es el alma del cine italiano.