Aunque Intermezzo (1936) no fuera ni mucho menos su primera película, sí es cierto que fue uno de los títulos decisivos para posibilitar el desembarco en Hollywood de la gran Ingrid Bergman. De hecho, su primer título americano es un remake de esta película dirigido por Gregory Ratoff y protagonizado por ella misma junto, esta vez, al malogrado Leslie Howard. Muy similares ambos filmes, sin embargo es la película sueca la que conserva más encanto y muestra con mayor naturalidad, sencillez y fuerza dramática los avatares internos de unos personajes sacudidos y atrapados por unos sentimientos prohibidos, a su vez exacerbados y amplificados gracias al mutuo amor y a la especial sensibilidad que ambos, violinista él, pianista ella, sienten por la música.
La historia nos es presentada de inicio con un aire casi cómico: dos músicos regresan en barco a Suecia tras una larga gira; mientras uno de ellos ya ansía volver de nuevo a los escenarios con un nuevo espectáculo, el otro, un veterano pianista, sólo piensa en regresar al hogar y vivir plácidamente en el campo impartiendo sus clases de piano a su joven alumna, Anita (Ingrid Bergman). Anita, a su vez, da clases a la hija del famoso violinista Holger Brandt (Gösta Ekman), para quien su carrera como músico lo representa todo y le quita el tiempo que no puede dedicar a su esposa Margit (Inga Tidblad), a su hijo adolescente o a su hija pequeña, precisamente la niña a la que Anita ayuda con sus clases.
El tono ligero, suave, casi lírico por el que deambula la película en su prólogo hasta que se establece la semilla del drama, invita a pensar en una comedia melodramática, en una trama nostálgica de un romanticismo musical punteada de aspectos costumbristas e irónicos. Anita es admitida en la familia como una más gracias a los empeños de su alumna, incluso en las fiestas que los Brandt ofrecen a sus ilustres amigos y conocidos. En una de ellas, Anita se sienta al piano, y en ese momento sitúa Molander el detonante del romanticismo desaforado que va a regir los destinos de los protagonistas: Holger, que hace unos instantes ha prometido tocar el violín acompañado de su hija al piano, se deja embargar hechizado por el arte de Anita, por su delicadeza y sensibilidad al pulsar las teclas, y es así precisamente, como no podría ser de otra manera en un personaje al que se retrata con una total devoción por su profesión y por la música, donde, como la punzada de un aguijón, estalla el epicentro del terremoto de emociones que va a sacudir a la familia. Así retrata Molander el cambio de personalidad de Brandt: el violinista desplaza a su hija, que simboliza el amor y la importancia de la familia, por su profesora, el objeto prohibido, y la niña se aburre sentada en las rodillas de su madre mientras Holger cae preso de un interminable éxtasis musical en compañía de Anita al piano. Así se simboliza el cambio de prioridades en el corazón de Holger; de encontrarse ocupado únicamente por la música y por su familia, Anita ha desplazado a ésta de su lugar, y ello ha sido propiciado por la música, como si Holger no hubiera reparado en la joven hasta haber visto sus dedos acariciar el teclado y las notas surcar el ambiente de su salón.
La película pasa entonces a una segunda fase que alterna tonos líricos y sombríos en función del signo de los distintos tramos por los que atraviesa la relación de Holger y Anita. Al plácido episodio rural en el que la pareja vive su amor como una extensión de la armonía natural que disfrutan a su alrededor -incluso con una lugareña que ocupa en Holger el enorme hueco que para él representa la ausencia de su hija-, le suceden instantes más tenebrosos y decadentes a medida que las dudas del futuro de su relación -Anita deja su carrera de pianista, Holger se encuentra cada día más bloqueado como intérprete, y ambos hechos enrarecen cada vez más el dulce sentir de sus inicios juntos-, los remordimientos de él por haber abandonado a su familia y por sufrir los reproches de su hijo, y el sentimiento de culpa de Anita por haber destrozado una armonía familiar que en su corazón envidiaba para sí, van ganando la partida.
La película retrata así, en un marco de un desbocado sentimentalismo musical, el nacimiento, la cúspide y el declive de una pasión arrebatada y de los “cadáveres” en forma de amor, confianza, cariño, amistad y convivencia que va dejando a su paso. El terceto protagonista sabe dotar a la perfección a sus personajes de todos y cada uno de sus distintos matices: Anita, enamorada y al mismo tiempo culpable, deseosa de llevar su amor a las últimas consecuencias pero siempre bajo la sombra de un futuro que amenaza con vengarse de ella en la misma forma; Holger, en la continua lucha entre la pasión y el deber para con su familia y su profesión, para la que necesita una estabilidad emocional que le rehúye; Magrit (en un prodigio de contención interpretativa), como esposa desplazada que lucha por conservar la dignidad respecto a la afrenta sufrida al mismo tiempo que intenta impedir que sus hijos pierdan el legado de amor y cariño paternofilial de su padre, así como su admiración por él como músico.
Todos estos distintos matices inciden en un tratamiento descaradamente melodramático pero en última instancia realista de cómo las trampas del amor pueden desestabilizar las vidas de las personas sencillas y honradas, de cómo su melodía es una constante improvisación en las que las teclas del piano o las cuerdas del violín gozan de vida propia sin que nuestros dedos, torpes, cansados, ansiosos o desesperados, consigan adaptarse a su ritmo.