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Obsolescencia forzosa: La estrella (The Star, Stuart Heisler, 1952)

Publicado el 04 diciembre 2023 por 39escalones
Obsolescencia forzosa: La estrella (The Star, Stuart Heisler, 1952)

El cine, aun cuando aspira a no ser precisamente realista, presenta a veces extrañas y retorcidas conexiones, coincidencias o premoniciones, no siempre deseadas o deliberadas, relacionadas con el mundo que solemos llamar real. En el caso de esta película de Stuart Heisler, veterano realizador, guionista y montador cuya carrera en la silla de director se extiende desde mediados de los años treinta al final de los cincuenta, el más claro hilo conector entre realidad y ficción es su protagonista, Bette Davis, que a sus cuarenta y cuatro años incorpora a Margaret Elliott, una actriz, antigua estrella rutilante de Hollywood, que ahora es ignorada por el gran estudio para el que interpretó sus mayores éxitos, ha dilapidado su fortuna hasta encontrarse en estado de ruina y ha visto cómo su familia se desmoronaba, hasta el punto de que su hija Gretchen (Natalie Wood) tiene que vivir con su padre y su madrastra. Aunque para sobrevivir se ve obligada a subastar el mobiliario de su antigua gran mansión e incluso algunos de los recuerdos de su carrera profesional (magnífica primera secuencia, ante el escaparate de la casa de subastas y el encuentro con el productor Harry Stone, interpretado por Warner Anderson, que delimita adecuadamente el marco narrativo por donde va a transcurrir el drama), Margaret -cómo no pensar en Margo, la excelsa protagonista de Davis en Eva al desnudo (All About Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950)- se niega a reconocer su situación o a rebajar sus expectativas sobre su vida y su carrera, y, al menos ante los demás, insiste ilusa, grotesca, patética y penosamente en manifestar su estatus de gran diva del cine -todo lo contrario que Bette Davis, que aunque vio muy matizado el tipo de papeles que pudo desempeñar en su etapa más madura y su familia no era precisamente de las estructuradas, nunca dejó de trabajar ni llegó a faltarle el dinero por más que, en un guiño irónico y socarrón para denunciar el abandono al que Hollywood sometía a las actrices mayores, llegara a ofrecerse para trabajar en un memorable anuncio clasificado que publicó en un periódico: «Madre de tres hijos de 10, 11 y 15 años, divorciada. Estadounidense. Treinta años de experiencia como actriz de cine. Conservo movilidad; más amable de lo que dicen. Se ofrece para trabajo estable en Hollywood (experiencia en Broadway)»-.

Solo Gretchen constituye un apoyo y un acicate, aunque Margaret porfía por continuar en un nivel profesional y de reconocimiento público que ya no está a su alcance; el autoengaño se sostiene merced al espejismo que supone encontrarse con ciudadanos anónimos, dependientes, camareros, etc., que todavía la recuerdan y la reconocen, y se dirigen a ella con timidez y arrobo. Convencida así de que mantiene su antigua grandeza, se cierra sobre su propia trampa, y ello contribuye tanto a deteriorar sus relaciones sociales y profesionales, gracias también al abuso del alcohol, y a impedir cada vez más la posibilidad de un auténtico retorno por todo lo alto. Solo un antiguo amigo, o algo más, Jim Johannsen (Sterling Hayden), que llegara a debutar como joven promesa de la actuación, bajo el nombre de Barry Lester, precisamente en una de las viejas películas de Margaret, y con el que se encuentra casualmente, parece querer anclarla a la realidad: una vida lejos del cine, una vida normal, corriente, anónima, con un empleo en unos grandes almacenes. La trampa del ego, sin embargo, se cierra sobre ella una y otra vez, y la conduce al enrarecido y terrible clímax de la película, cuando su amigo Stone le ofrece un papel en una importante película que ella codicia protagonizar -aunque no el que ella espera, la protagonista, sino el de su hermana, un personaje crucial pero menor- y Margaret, ansiando anteponer el estatus que ella cree que mantiene, altera el personaje en la prueba que, a pesar de su orgullo, se ha rebajado a hacer, para, a sus ojos, dignificarlo, aumentarlo, elevarlo al propio de una gran estrella. Contentado su ego, recuperada -o eso cree ella- su estatura artística a los ojos de todos, la dura comprensión de la realidad, el terror que desvela en ella el visionado de su actuación en la secuencia de prueba, precipita el desenlace agridulce de su historia, necesariamente equidistante y agridulce para cumplir con las estrecheces del código moral de Hollywood.

La fuerza de la película, de metraje envidiablemente conciso (apenas noventa minutos) acompañado por una muy estimable banda sonora compuesta por Victor Young, radica en escenas potentes como esta, en la que el rostro de Bette Davis reina en la soledad de una sala de proyección, o la inicial, cuando Margaret pasea su amargura de sus sueños truncados por el exterior de la sala de subastas, y, para el público conocedor, en esa dimensión más allá de la pantalla que en ocasiones muy significativas adquieren las películas, en los hilos que la cinta tiende hacia la vida real de sus intérpretes principales, ya sea en lo relacionado con la carrera de Bette Davis en el momento de filmarse, apuntando a la futura condición de estrella de Natalie Wood, reflejando lo que en adelante sería la forma de vida de Sterling Hayden (si en la película su personaje se ha retirado del cine y se dedica a su pequeño negocio naviero, el actor llegaría a vivir en un barco anclado en distintos ríos europeos como el Sena, desde el que volvería ocasionalmente a Hollywood para trabajar o negociaría su participación en varias producciones francesas e italianas para sufragar su bohemio estilo de vida), o guiñando un ojo al destino cuando Bette Davis se hizo cargo de un papel previamente rechazado por Joan Crawford, la que llegaría a ser su «archienemiga» y cuyo antagonismo fue explotado acertadamente por Robert Aldrich en ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962).

La película, a la que no le fue demasiado bien en taquilla ni en su apreciación crítica, supuso sin embargo una nueva nominación al Oscar para su protagonista, que en cierto modo irónico se interpretaba a sí misma, lo que, por tanto, requería a priori menos esfuerzo de caracterización. Y aunque la visión de la película resulte en suma conciliadora e indulgente con la fábrica de juguetes rotos que tan a menudo constituye Hollywood -imposiciones tanto de la censura moral del Código de Producción como de los estudios, en este caso 20th Century Fox, que no habían visto con agrado el tono trágico y sombrío hasta el horror que de la meca del cine había trazado Billy Wilder dos años antes en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950)-, no llega a ocultarse del todo la naturaleza vampírica de cierta industria del cine, en particular ante el fenómeno de las actrices prontamente amortizadas en tanto que superan la edad aceptable y pierden los atractivos requeridos para figurar como cabeza de cartel de una producción, tendencia que con las décadas no hizo sino aumentar, prolongando así una injusticia y una mala práctica (como si las mujeres maduras no pudieran generar historias interesantes por sí mismas, o como si las actrices veteranas no tuvieran grandes trabajos que ofrecer) que no hacen sino alimentar una dinámica que se mantiene de forma absurda en detrimento de la calidad del cine moderno.


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