(en respuestas a Laurent Tirard en el libro Mis lecciones de cine)
«Cuando rodé mi primera película tenía veintinueve años y no había puesto nunca el pie en un plató. Mis conocimientos eran puramente teóricos, hasta el punto de que, cuando rodamos el primer plano, el director de fotografía me propuso mirar a través de la cámara, y en lugar de poner el ojo en el visor, quise mirar a través de un perno que hay debajo. Normalmente, un fallo semejante resulta fatal para un realizador. Sin embargo, conseguí hacerme respetar por el equipo porque, gracias a todos los filmes que había visto antes, sabía exactamente lo que quería. No dudé una vez, no me equivoqué, y creo que eso tranquilizó a todo el mundo. La primera lección que aprendí con esta primera película es hasta qué punto, en el cine, más que en otros sitios, el tiempo es dinero. Era tan minucioso que a los ocho días de rodaje ya llevaba tres días de retraso. Mi primer asistente me dijo que a ese ritmo el presupuesto se agotaría rápidamente, y como yo era mi propio productor, fue un argumento que me caló. Entonces me obligué a ir más de prisa, y es así como comprendí finalmente que no se trata de conseguir lo que queremos en el más mínimo detalle, y que solo es indispensable conseguirlo en el plano. Creo que el error que comete todo director principiante es no saber distinguir lo importante de lo que no lo es. Se le da la misma importancia a todo y se quiere explicar todo: por qué ponemos la cámara ahí, por qué usamos esa distancia focal, etc. Sin embargo, con la experiencia, me doy cuenta de que lo principal es tener una visión clara del filme que queremos hacer. Y si no logramos explicar por qué algo se hace de determinada manera, ¡tanto peor! A pesar de todo tenemos que hacerlo, para respetar el tiempo de rodaje. En realidad, el secreto de una película lograda es haber meditado mucho antes de realizarla. Creo que muchos realizadores llegan al plató sin haber alcanzado un estado de reflexión que les permita trabajar bien. Debido a ello pierden el tiempo, y por lo tanto el dinero, y acaban por tener que gestionar cuestiones económicas.
INVENTAR UN ESTILO, NO UNA FORMA
La gramática “básica” del cine, la del viejo sistema hollywoodiense, se hizo para ser transgredida –y así fue-. Sin embargo, no está mal disponer de algunas reglas en las que apoyarnos. Por ejemplo, cuando filmamos un plano-contraplano, es muy práctico saber que los dos actores no deben mirar al mismo lado de la pantalla, porque si no, una vez hemos montado la película, dará la sensación de que se dan la espalda. Pero al margen de esto podemos hacer lo que queramos. Es exactamente como en Literatura. Hay una gramática y cada cual debe crear su estilo haciéndole cosquillas, sin dejar de reconocer lo que se ha hecho antes. Pero no hay que confundir el estilo con la forma. Por ejemplo, hay algo que me irrita sobremanera en este momento, y es la manera de filmar de series de televisión como NY Police Blues: el estilo “falso reportaje”, cámara al hombro, en el que se siguen todos los movimientos de los personajes. Lo que me sorprende en esta manera de hacer las cosas es que va totalmente en contra del arte cinematográfico. El actor está hablando, introduce su mano en el bolsillo para sacar un pañuelo, y la cámara acompaña el movimiento. ¿Por qué? Si nos divierte seguirlo todo es porque no hay punto de vista. Tiene una apariencia de estilo, pero no es un estilo en absoluto, es sencillamente que no se sabe seleccionar. Otra cosa que me sorprende son los realizadores que creen que al multiplicar los planos aceleran el relato; yo opino lo contrario. Sesenta planos de un segundo te parecerán más largos que un solo plano de un minuto. Es una cuestión de persistencia de la retina. Otro tanto ocurre con la cámara lenta en las escenas de moribundos. Sé que ha pasado a ser un principio aceptado, e incluso Peckinpah, cineasta al que adoro, incurría en la tontería de filmar en cámara lenta a los personajes en trance de morir. No obstante, en mi opinión, coreografiar la muerte es la mejor manera de usurparle toda importancia. A menudo este tipo de cosas provienen de directores que pretenden imponer un estilo a través de un método formal e innovador. Personalmente, me sitúo en el extremo opuesto. Cuanto más ruedo, menos efectos quiero hacer, o más exactamente, intento que los efectos sean invisibles, es decir, lograr efectos que no lo parezcan. Por ejemplo, en una de las primeras escenas de La flor del mal (2003) Bernard Lecocq y Benoît Magimel están en un coche y había que mostrar cierto malestar oculto entre ellos. Así pues, empecé rodando la escena desde el exterior, y en un momento determinado, cuando quise mostrar lo que hay más allá de las apariencias, situé la cámara en el interior del coche, con planos cada vez más próximos. Hay un momento en el que quieren ocultarse algo, entonces los filmo de espaldas, desde el asiento de atrás. Así, sin que se haya dicho nada, sabemos de inmediato la situación de ambos personajes. Y más tarde, cuando Magimel dice que no quiere a su padre, no es una sorpresa para el espectador. Se le ha preparado inconscientemente. Éste es el tipo de manipulación invisible que me gusta en el cine.
DIRIGIR ES DECIR LO MENOS POSIBLE
Cuando abordo una escena determinada, normalmente sé dónde situar la cámara, así que empiezo a trabajar con los actores para que se encuentren a gusto. Y la mejor manera de conseguirlo es mostrándoles que la cámara estará con ellos en los momentos importantes, que las expresiones que han ensayado ante el espejo se registrarán adecuadamente. En definitiva, que no han trabajado en vano. Diría que esto se soluciona prácticamente en los dos o tres primeros días de rodaje. Después, una vez que el actor ha cogido confianza, normalmente la mantiene hasta el final. Realizo muy pocas tomas, lo que implica que mis ensayos no van mal. Pero tampoco insisto mucho porque la mecanización se instala pronto. Y hace falta algo de trabajo sin red, es mejor. En mi opinión, el secreto de la dirección de actores consiste en no dirigirlos en absoluto. En el mejor de los casos les doy indicaciones de comportamiento. Por ejemplo, en La flor del mal, le digo a Bernard Lecoq: “Es el típico individuo de manos temblorosas”. Otro tanto con Jean-Pierre Cassel en La ruptura (1970). Le dije: “En realidad, el problema de tu personaje es que teme no existir. Está convencido de que desaparecerá como humo. Por eso se palpa a menudo”. Este tipo de detalles bastan para que el actor comprenda perfectamente al personaje. Pero no hay que mostrarles lo que deben hacer. Hay que dejarlos libres para probar cosas, incluso cambiar las réplicas del guión. A este respecto carezco de orgullo de autor. A veces los actores pueden tener ideas geniales, y hay que aprovecharlas. A veces pueden tener ideas idiotas, y en ese caso hay que mantenerse firme, explicarles tranquilamente por qué no es una buena idea, e incluso por qué la han concebido. Esto suele ocurrir con los principiantes, porque esos tics son un modo de disimular el miedo. En Gracias por el chocolate (2000), recuerdo que Anna Mouglalis había desarrollado uno de estos tics: hablaba sacudiendo la cabeza. Enseguida le pareció muy extraño y le dije: “Bien, así es como hablas cuando la cámara rueda…” Pero lo dije con sentido del humor, porque siempre hay que dirigirse a los actores con respeto. Hay grandes directores que gritan a los actores, que practican el método de la tensión, que les dicen “Lo has jodido” delante de todo el equipo. Ése no es mi estilo.
UN ACTOR DEBE AMAR SU PERSONAJE
Nunca escribo un guión con un actor en mente, porque entonces caemos en la trampa que consiste en que alguien vuelva a interpretar un papel que ya ha hecho. Cuando elijo a un actor, primero tiene que interesarme, tiene que interesarme la persona. He conocido actores que me gustaron mucho en las películas y después de un desayuno juntos, me he dado cuenta de que la cosa no funcionaría entre nosotros. Pero lo que no hay que hacer nunca es mistificar al actor, por ejemplo, contratar a un tipo que nos parece tonto porque queremos que interprete a un tonto. Es deshonesto y, sobre todo, no funciona. Personalmente, soy más bien partidario de que los actores encarnen papeles que en principio no son adecuados para ellos. Parto del principio de que un actor puede interpretarlo todo, pero no necesariamente de la misma manera. Cuando contacté con Jean Yanné para Que la bestia muera (1969), le dije: “Verás, es un papel de cabrón insoportable”. Me respondió: “No hay problema”, lo que me pareció encantador. Y en el plató se pasaba el tiempo justificándome el comportamiento de su personaje. Esto es fundamental, porque un actor, a no ser que interprete a alguien que se deteste a sí mismo, debe amar su personaje, independientemente de cuál sea. Con mucha frecuencia observo a actores que no lo comprenden, que establecen una distancia entre ellos y el personaje, sin duda por miedo a que el público no distinga la diferencia. En mi opinión es un grave error.
UN TRABAJO DE PRECISIÓN
No filmo más de lo necesario. Sé exactamente cómo debo rodar el filme y cómo lo voy a montar, por lo tanto la idea de rodar planos suplementarios me parece una aberración. En primer lugar porque me haría perder tiempo, y luego porque implicaría que el plano previsto no era el plano evidente, y por lo tanto que no he pensado bastante en ello. Sé que hay muchos directores de cine que prefieren acumular imágenes para elegir después, pero, personalmente, creo que escogen un poco tarde. Ahora, en el rodaje, dejo cierto espacio a lo inesperado. Nunca hago películas que al final cuenten otra cosa de lo que tenían que contar al principio, pero a veces cuentan eso y algo más. Puede ocurrir que tengas un tema con dos aspectos, uno de los cuales te parece más importante y el otro secundario, como una melodía en contrapunto. Y en el momento del rodaje puede suceder, sobre todo a través de la interpretación de los actores, que ciertos elementos de la historia cobren más importancia que otros. En este caso se crea un desequilibrio que, si se domina adecuadamente, puede transformarse en un nuevo equilibrio. Sin embargo, en mi caso, si algo así llega a ocurrir, sucede durante el rodaje. Nunca en el montaje. Según mi método de montaje, este es un trabajo de precisión más que de imaginación. Depende de cada imagen, y por eso continúo montando según el método tradicional porque el montaje digital solo permite una precisión de seis en seis imágenes. No podría “reconstruir” una escena en el montaje. Me sería imposible. Pero comprendo perfectamente los filmes que se deben enteramente al montaje, como Apocalypse now! (1979), cuya historia no dejó de evolucionar durante el rodaje y el montaje. No existen reglas. ¡Pero ésta no es la solución más económica! Aconsejo sinceramente a quienes quieran hacer una larga carrera en el cine que no trabajen como genios derrochadores. Pueden trabajar como genios si eso les divierte… ¡pero no muy caros!
CADA CUAL TIENE SU CAMINO
No tengo ningún consejo que dar a quienes quieran hacer cine en la actualidad. No hay decisiones buenas o malas. Lo formidable del cine es que adopta muchos rostros: hay grandes cineastas reconocidos a los que no soporto, y otros que me encantan y a todo el mundo le parecen malos. Sin embargo, uno de los errores más insólitos en el cine francés contemporáneo es la necesidad que sienten los directores de escribir sus propias películas. Aparentemente, aquello que nos divertíamos en llamar la política de los autores, en los años sesenta, se ha entendido mal. No era un elogio a los guionistas, en absoluto. Al contrario, los dos cineastas que se citaban como ejemplo eran Hitchcock y Hawks, que no escribían una sola línea pero que no obstante lograban imponerse como autores de sus películas. En la actualidad, todos los realizadores principiantes escriben su propio guión, y cuando veo sus películas tengo la impresión de que las faltas de ortografía aparecen en la pantalla. No tengo nada contra las escuelas de cine, aunque creo que no bastan para una formación completa. Lo bueno de las escuelas es que en ellas se ven muchas películas, normalmente a través del principio de “visita guiada”, es decir, con un profesor que te explica cómo ver cada filme. En mi propio caso, viendo películas es como me apetece hacerlas. Fue la admiración lo que en un principio me empujó hacia el cine, aunque si vuelvo a pensar en ello, cuando creamos aquello que todavía hoy se conoce como Nouvelle Vague, fue ante todo como reacción contra un cierto tipo de cine. Para concluir, diré que el aspecto más destacable de las escuelas de cine es que permiten distinguir a los que quieren hacer cine y los que quieren estar en el cine, que no es lo mismo».