Revista Cine
Resulta curioso comprobar como el cine se ha ido desarrollando con el paso del tiempo.
En las pantallas actuales rara es la película que no contenga escenas de acción frenética provista de una planificación acelerada, en ocasiones casi sincopada, y las imágenes sangrientas suelen servir de refuerzo a las ideas que el director pretende transmitir, y no me refiero en absoluto al denominado "cine gore" del que nada puedo decir por desconocerlo por completo.
Hace cuarenta años uno podía ver una película que versara sobre negocios más bien macabros y escabrosos sin temor a que sus pupilas se dilataran o empequeñecieran súbitamente y sus tímpanos tampoco corrían peligro de explotar aunque, eso sí, su ánimo podía encogerse porque un director con lo que siempre se ha llamado "oficio" sabía llevarle de la mano y contarle una historia de la mejor forma, contando con la inteligencia de ambos, espectador y artista.
Uno de esos directores de oficio, también conocidos como "artesanos", fue un estadounidense sobre cuyas películas, mirando mi propio Índice, me doy cuenta que ya me he detenido en tres ocasiones, con lo que a buen seguro no será un extraño para los habituales y desde luego para ningún cinéfilo que se precie de serlo: me refiero a Richard Fleischer un verdadero trotón ganador del cine, capaz de rodar cualquier clase de película con distinción de género y época y salir como mínimo indemne del empeño y en más de una ocasión obteniendo el beneplácito de crítica y público.
Fleischer tenía ya sobre sus espaldas una serie de películas muy buenas cuando a primeros de los setenta del siglo pasado se le presentó la ocasión de rodar una película basada en unos hechos verídicos: una muy truculenta historia ocurrida en la Gran Bretaña, en concreto en el Londres que vivió los avatares de la segunda gran guerra y especialmente su posguerra, centrándose la trama en la figura de un hombrecillo que asombró a sus coetáneos.
El escritor y guionista Ludovic Kennedy escribió una novela y el experto Clive Exton la adaptó para la pantalla grande, y Fleischer, convocado expresamente por la productora, dirigió la que se titularía 10, Rillington Place (1971) traducido su título al castellano como El Estrangulador de Rillington Place, (evidentemente para apoyarse en la anterior película de Fleischer) de cuyo estreno en España no tengo recuerdo ahora mismo y no hallo el dato fiable, porque la vi en televisión hace tiempo, pero no en el cine, y ya me extraña.
Fleischer se decidió por reforzar desde el primer momento el carácter documental de una película que, sin abandonar el componente artístico de una obra de ficción, se dedica a recrear con la mayor veracidad posible los hechos que acontecieron en el número 10 de la calle Rillington Place de Londres desde 1944 hasta bien entrados los cincuenta, todos ellos de la mano de un hombrecillo insignificante que atendía por el nombre de John Reginald Christie (Richard Attenborough) que vivía en la planta baja del caserón, en régimen de alquiler con su esposa Ethel (Pat Heywood) y que un buen día reciben a unos nuevos inquilinos, la pareja formada por Timothy John Evans (John Hurt) y su joven y guapa esposa Beryl (Judy Geeson) y la hijita de ambos, Geraldine.
Todo parecería insulso, quizás propio de una película de cine social, por el lugar y la forma de vivir de los protagonistas, si no fuera porque en las primeras imágenes, pertenecientes a unos años antes, 1944, en plena contienda mundial, hemos visto al honorable Mr. Christie dejar sin sentido a una mujer gaseándola con una mascarilla rudimentaria, poseerla sexualmente y luego enterrarla en el jardín en un hoyo donde se ven restos de otro cadáver.
En apenas tres minutos Fleischer nos ha dado tal cúmulo de información que uno podría decir: apaga y vámonos.
Pero no.
Porque rehuyendo la posibilidad de contar una trama sanguinolenta pletórica de escalofríos y sustos fáciles, Fleischer, apoyándose en un guión muy bien estructurado y escrito, se cuida de presentar no ya la historia terrible del señor Christie y sus demasiadas víctimas, todas ellas confiadas mujeres, si no que se centra en la única víctima masculina, el varón que morirá por culpa de Christie, no directamente por su mano, pero sí por su culpa, aunque habrá una serie de elementos que, coincidentes en su mala praxis, conducirán a un resultado injusto.
Fleischer consigue transmitir la desazón de esas gentes que sufren y viven en el número 10 de Rillington Place, una calle que pocos años después del rodaje de la película fue derribada y cambiado su nombre. La intención de obtener la máxima veracidad llevó a Fleischer a rodar muchas escenas en el lugar de los hechos y desde luego consigue retratar, gracias al buen hacer del director de fotografía Denys Coop, unas estancias paupérrimas, desoladoras, angostas y sucias que provocan un sentimiento claustrofóbico, un deseo de salir corriendo de esa casona maldita, aunque en el exterior las cosas no avancen en el mejor de los sentidos que uno pudiera desear.
Cuando nos detenemos a conversar sobre las películas de Fleischer solemos incidir en su forma de rodar perfectamente adaptada a cada género en concreto, sabiendo escribir visualmente con el ritmo adecuado a la trama; pero en pocas ocasiones se incide en una cuestión que me parece de cabal importancia y que, después de habernos detenido ya en tres películas, no dejaremos esta cuarta sin contemplar sinceramente que el amigo Fleischer, además, era también un buen director de intérpretes; cualquier cinéfilo viendo la lista de películas dirigida por Fleischer se da cuenta que a sus órdenes han trabajado -y muy bien, siempre- grandes artistas estadounidenses: Orson Welles, Henry Fonda y Tony Curtis, Charlton Heston y Edward G. Robinson, por recordar los ya conocidos en este sitio; en la ocasión presente, Fleischer se encuentra con un elenco absolutamente británico y, evidentemente, logra extraer de sus intérpretes un trabajo memorable: si Attenborough logra componer a un asesino psicópata inimaginable, Hurt no le va a la zaga en su personificación del desgraciado Timothy, Tim para los amigos.
La relación que se establece entre ambos personajes al principio resulta chocante e inverosímil, pero lentamente se va cayendo en la sensación que uno se halla ante una excursión cinegética en la que hay una presa confiada y débil y un depredador con escasas fuerzas pero con una determinación propia de un bulldog inglés, una presa constante y paciente que, atrapada la víctima, no la deja hasta que se halla exangüe y terminal, finiquitada.
Ambos actores realizan lo que hoy se publicitaría como un "tour de force" excepcional, un enfrentamiento melodramático que hay que paladear en versión original: son dos actuaciones sensacionales, medidas y contenidas hasta límites impensables, demostrando una técnica perfecta en la que no puedo menos que imaginar la atención focalizada de Fleischer buscando un realismo que refuerza el tono documentalista querido para presentar una historia que nos habla mucho más que de crímenes abominables que se nos ha sugerido más que mostrado, proliferando la elegante elipsis encima del gratuito plano visceral, el suave movimiento y el ángulo clave, detenido, perfecto, por encima del montaje frenético, porque la intención apunta más allá de lo que vemos, hacia una sociedad que no puede lavarse las manos impunemente, responsable mucho más allá del error que pretende subsanar con un cambio de emplazamiento y una lápida de mármol barato.
Una película absolutamente imprescindible para el cinéfilo consecuente con su afición: obligado verla en versión original y recomendado proveerse de una buena taza de té, porque serán tantas las que se vean en pantalla, que acabará apeteciendo y no se hallará el momento de darle a la pausa.
Addenda:
Escena Película
Para consultar después de haber visto la película[+/-]
Documental televisivo
John Reginald Christie en la wiki