Revista Cultura y Ocio
Hoy empecé a leer (después de mucho tiempo sin abrir una novela) El cielo protector, de Paul Bowles. Lo compré hace apenas unas semanas, intrigado por este autor tan sonado, del que había leído tantas cosas en las memorias de Gore Vidal; y, como me pasa con cada libro que compro, no muy seguro de cuándo lo leería (porque nunca he sido de los que hacen colas de libros prestablecidos). Y no me he quedado desilusionado, para nada: bastó con leer la primera página para que la maravillosa prosa de Bowles se me clavara en el lado derecho del vientre, con esa extraordinaria descripción de las trabas por las que pasa un hombre, el personaje de la novela, al despertarse, desde el surgimiento de la nada, pasando por la confusión y el reconocimiento de la (reconfortante) tristeza hasta el momento en el que los sonidos que lo rodean van adquiriendo corporeidad, que es cuando el mundo vuelve a tener sonido, color, algo que se parece al sentido, pero no lo es. No voy a mentir: sólo he leído las primeras ochentaipocas páginas de la novela, pero de un tirón, fascinado por el brillo de un escritor tan extraordinario. Bowles, que además fue un gran músico, y que ha dejado tras de sí una larga lista de lecturas prometedoras. Este primer encuentro ha sido definitivo; ahora, además, me gusta saber que, cuando vuelva a encontrar su nombre en las páginas de otro, sea Gore Vidal o cualquiera, Bowles no será más un desconocido escritor y músico del que oí hablar alguna vez, sino un amigo cercano, alguien al que puedo admirar (y querer) abierta y sinceramente. Por ahora, vivo el gozo de saber que tengo todo un libro por delante para continuar disfrutando de su grata compañía. Dejo su nombre sonando por aquí, con la esperanza de que algún otro lector caiga en la tentación de sus párrafos, y a la expectativa de que el futuro, si llega, traiga otro montón de sus páginas. Y lo digo con una copa en alto, como tiene que ser.