Revista Arte
No se necesita ser demasiado sagaz para percibir que nada se parece tanto a la idea del caos como el escenario del arte actual. Muchos creen, como es sabido, que el celebrado “giro copernicano” de Duchamp habría ungido a la múltiple e infinita realidad del mundo (que por ahora integramos), con la capacidad de convertirse en arte. A partir de entonces, tácitamente, todo cuanto usamos, hacemos, comemos y pensamos se amontona en la antesala del arte contemporáneo, a la espera del inspirado “artista” o curador que le dirá a cualquiera de esos componentes, elegido por su potencial de escandalizar o provocar: “levántate, que vamos al Museo del Último Minuto o a la Bienal de las Novísimas ‘Reflexiones’ e ‘Investigaciones’, donde serás celebrado como obra de arte”. Ese homogeneizado mundo pos-Duchamp tiene su correlato en los “artistas” que circulan por el planeta movidos por el calendario de las bienales, y atados a una agenda temática barnizada con enunciados sociológicos y filosóficos, cuya única misión consiste en simular operaciones de pensamiento.
En los años ’60, esa nueva situación del arte, que anunciaba misteriosas epifanías en las cosas incomprensibles, solía atrapar al público con el brillo de la novedad, pero su monótona reiteración la hizo naufragar en el aburrimiento.
En su momento, Mircea Eliade observó que la fascinación por la dificultad y la fe incondicional ante la incomprensibilidad de las obras de arte traicionaba el deseo de descubrir un nuevo sentido, secreto y desconocido hasta ahora, del mundo y de la existencia humana.
Los anuncios publicitarios rasgados en tiras, las telas vacías, quemadas o tajeadas con un cuchillo, las latas de gaseosa o los productos industriales, deshechos y materiales primarios firmados como obras de arte, todo eso, piensan los iniciados, debe tener, o debería tener, algún significado de extraordinaria profundidad.
Si nos aferráramos a esa mirada optimista, que predomina en el arte contemporáneo, podríamos pensar que la reducción de los lenguajes artísticos al estado de materia elemental, expresada en el voluntarismo de atribuir a cualquier acción, objeto o producto la calidad de obra de arte, no es más que un momento en un proceso más complejo, y que el caos y la disolución del arte abrirán el camino de una nueva y grandiosa creación, comparable a una cosmogonía.
Pero aunque no hay ninguna evidencia de que el Mesías esté por llegar, los epígonos se empeñan en seguir demoliendo lo que ya está en ruinas.
Los vínculos entre la pintura y la racionalidad
El proceso de la pintura encamina al pintor hacia el análisis de la realidad. Retornando una y otra vez a la observación y el estudio de la luz, que a través de sus gradaciones y reflejos revela y describe la estructura y las particularidades del volumen, el pintor se introduce insensiblemente en el campo de la ciencia y redescubre la actitud de los pintores renacentistas, que estudiaron las reglas de la proporción y las leyes de la perspectiva. En lugar de apostar a la sugestión de lo incomprensible, el pintor hace un esfuerzo sostenido de comprensión y procura expresar sus avances con la mayor claridad posible, alejado de la magia y de la supuesta sabiduría de lo indefinido. La clave y el impulso del pintor se resumen en la palabra racionalismo, derivada de la cualidad superior del ser humano, cuya dinámica consiste en comprender y expresar los fenómenos físicos y espirituales con la mayor claridad posible. En consecuencia, el gran acontecimiento del año artístico que termina no reside en los oscurantistas simulacros de innovación que rutinariamente se cometen en las bienales y el premio Turner, sino en el descubrimiento de las “nuevas” pinturas de Rembrandt, Velázquez y Brueghel “el Viejo" (ver fotos).
El Velázquez es un retrato de pequeño formato (47 por 39 centímetros) de un hombre de mediana edad, calvo, vestido de negro y una golilla en el cuello, que estuvo a punto de ser subastado hace poco más de un año en Oxford dentro de un lote de pintura inglesa, operación que se paralizó a petición de un profesor del Trinity College de Dublín, con abundante obra publicada sobre el pintor español. Una ex alumna que trabaja en la casa de subastas le había descrito un detalle clave para conjeturar el verdadero origen de la obra: el cuello de golilla, la prenda de adorno cortesano que durante el reinado de Felipe IV sustituyó a la gorguera como símbolo de austeridad.
El Rembrandt es un magnífico “Retrato de anciano con barba”, pintado sobre la prueba concluyente de un autorretrato inconcluso y procedente de una colección privada, que se encuentra en préstamo en la Rembrandthuis de Ámsterdam, hasta que termine el proceso de investigación que ha readmitido la tabla dentro del catálogo del maestro holandés.
El Museo del Prado, por su parte, comenzó la exhibición de “El vino de la fiesta de San Martín”, una ambiciosa composición de Pieter Bruegel el Viejo, procedente de una colección particular española. Los análisis técnicos fueron decisivos para reconocer en esta obra, que agrupa a casi cien personajes, la firma del pintor, enmascarada por una gruesa capa de barniz de poliéster.
El principal coleccionista está “profundamente aburrido del arte contemporáneo”
En lo que atañe al arte contemporáneo, la gran noticia del 2011, publicada en The Guardian, fue que el principal coleccionista de arte del Reino Unido, Charles Saatchi, dueño de la galería que lleva su nombre y mundialmente conocido por ser quien lanzó a la fama a Damien Hirst y sus tiburones en formol, confesó estar "profundamente aburrido" de la "soporífera” escena del arte actual, donde “los curadores no arriesgan y el público no mira”. Pero lo más interesante es que Saatchi también cargó contra los responsables de las exposiciones, que por temor a ser acusados de no tener “buen ojo”, “no eligen pinturas y sólo se vuelcan por el arte conceptual, porque es más complicado evaluarlo”.
Esta última observación nos parece impecablemente objetiva, porque la crítica de arte sólo es posible en el campo de pintura, donde impera la racionalidad, y se anula frente al recurso mágico de convertir en arte un tiburón o un mingitorio, actos ajenos a la racionalidad que sólo pueden ser legitimados por la fe. Dada su trayectoria, la inesperada y repentina lucidez de Saatchi resulta extremadamente sugestiva: ¿estará llegando el momento del hartazgo? ¿Es tan evidente la estupidez del simulacro, que ya ni su máximo exponente se atreve a defenderlo?