Revista América Latina

The Darkest Habana I

Publicado el 13 julio 2016 por Javier Montenegro Naranjo @nobodyhaveit
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Casona ubicada en la esquina de 17 y 6.

La Habana puede ser un sitio muy peligroso si le permitimos a nuestra imaginación tomar las riendas de nuestra siquis. Dejamos la cordura en casa y le cedemos espacio al miedo, al terror, a la sugestión sicológica. A cada sombra le asignamos una criatura, a cada sonido un ser con características etéreas. La oscuridad siempre ha sido tierra fértil donde los monstruos más inconcebibles se materializan y se quedan grabados en nuestra memoria. No es tan terrible que se queden ahí como un archivo más entre tantas neuronas. Lo terrible es que acceder a ellos es vuelve sencillo en extremo. ¿Primer beso de una relación o los tentáculos babosos que nunca tocaron tu espalda en aquel cuarto oscuro? El miedo y el placer, cuando se trata de grabar memorias, son las tintas más efectivas.

Así, cuando caminamos en la noche por La Habana, con el alumbrado público que simula viejas lámparas de gas de una Inglaterra victoriana, nuestra percepción y referentes cambian. El tipo que siempre habíamos visto como a un cabeza de bombillo como Ricardo Alarcón y un bigote a lo Hitler (o dirty Sánchez) ahora se nos parece a Edgar Allan Poe. Los rizos de toda la vida parecen víboras o serpientes. Sí, es un cliché de mierda, pero por algo esa imagen de Medusa siempre nos ha acompañado, y a pesar de los siglos, casi todo el mundo sabe qué una medusa no es solo una especia de agua mala.

Lo más increíble y maravilloso de esta Habana no son sus edificios en ruinas, que parecen casas embrujadas o palacetes abandonados. Lo más increíble y maravilloso es que por azares y situaciones surrealistas que no somos capaces de explicar, podemos caminar por una calle cualquiera del Vedado donde ninguna vivienda tiene fluido eléctrico y sin embargo el alumbrado público funciona a la perfección. ¿Se imaginan? Esa luz mortecina, opaca y dorada, que simula una suerte de decadencia baña la oscuridad de La Habana. Da igual que la consideren una ciudad segura, por donde puedes caminar a altas horas de la madrugada sin que nada pase (y si pasa se le saluda), caminar en la noche por La Habana siempre es una experiencia tenebrosa.

Oscuridad. Poca luz. Eso no tiene nada que ver con la fotografía, pero por algún motivo, me encantan las imágenes donde siempre hay un margen para la imaginación. La fachada de una casa apagada, una bombilla incandescente que colorea de amarillo el cristal de una ventana. Nada asusta tanto como lo que no somos capaces de ver.

Cámara en mano salir a caminar. A buscar esas casas embrujadas. La mayoría de las fotos son malas, demasiada oscuridad, y para qué engañarnos, yo no soy un buen fotógrafo. Son más las ganas, los deseos y las oportunidades en esta era digital que el talento. Igual, la aparente ausencia de talento nunca ha frenado a nadie. Hacer lo que gusta es lo que importa. Por eso salí a retratar una Habana apagada, a disfrutar el miedo a la oscuridad, de que un tipo sin rostro pudiese arrebatarme la cámara, de ver una criatura alada despegar de la azotea de una casa decimonónica, de sentir un roce en la espalda y al girarme solo ver una sombra desaparecer en una esquina, de erizarme con un escalofrío debido a una ráfaga de aire helado que no levanta ni una hoja del suelo. ¿Lo sientes?

Pero como siempre, la realidad es mucho más rica que la ficción. Parado frente a una casa de dos plantas, sin techo y con arbustos aferrados a las paredes, buscando el ángulo adecuado, la iluminación ideal, comenzó a ladrar un mastín debido a mi presencia. Un mastín suena mucho más tenebroso que un perro por sus características de guardián. Y luego salió la dueña debido a los ladridos.

  • ¿Quién es?
  • Nada, nada –le respondí–.
  • ¿Pero qué quieres? El hospital es al lado.
  • No señora, que no voy al hospital.
  • Entonces, ¿qué haces?
  • Nada señora, tirando una foto.
  • Pero vete de ahí porque el perro está ladrando.
  • Señora, por Dios, estoy parado en la calle tirando una foto, ¿para dónde quiere que me vaya?

Soltó una maldición que no escuché bien, entró y dejó al mastín ladrando. Yo me fui pa’l carajo. Total, capaz que el perro no estuviese descargando su furia contra mí sino contra algún ser etéreo molesto por mi intromisión fotográfica.

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Casona ubicada en 19 entre 6 y 4. Las plantas han tomado una buena parte de la fachada y las paredes.

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Una noche sin luz, iluminándose con el alumbrado público.

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Casona ubicada en la esquina de 17 y 4.

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Casona ubicada en la esquina de 17 y 2.

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Los gatos, siempre tan adorables…

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Fachada de una casona ubicada en 17.

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Una puerta abierta en una casa apagada siempre invita a algún tipo de misterio.

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Los pisos más altos de una casa siempre suelen ser los más tenebrosos.


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