Revista Cine

Un poco de John Ford es mucho: Cuna de héroes (The long gray line, 1955)

Publicado el 04 noviembre 2013 por 39escalones

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Cualquier espectador que se acerque a Cuna de héroes (The long gray line, John Ford, 1955) desde el tan manido prejuicio que acusa al maestro de ser un cineasta ultraconservador o directamente fascista, creerá que encuentra argumentos para un planteamiento tan simplón: acentuadamente sentimental, volcada en la recreación complaciente de las liturgias militaristas y nacionalistas norteamericanas más retrógradas (si no ridículas), es cierto que la película ofrece una premisa tan ramplona y previsible que se agota en sí misma nada más empezar. Pero a los mandos está John Ford, y eso significa que nada es superficial, aunque pueda parecerlo. Ford encuentra en la historia real del sargento Marthy Maher, un irlandés que sirvió durante más de cincuenta años en la Academia Militar de West Point, el vehículo perfecto para sus temas de siempre: la conformación de la nación, los valores de la historia, la tradición y el ritual como reconocimiento de la comunidad hacia sí misma y permanente ejercicio de construcción, el amor como salvación personal y el homenaje al concepto de sacrificio y lucha abnegada por unos sentimientos superiores: el amor, la familia, la amistad y la prosperidad.

El guión de Edward Hope se construye sobre una estructura episódica. Como toda película que intenta recrear distintas fases de la vida de una persona, se sostiene sobre un débil hilo conductor repleto de elipsis y saltos temporales que, al mismo tiempo que ocasiona desajustes de ritmo -por momentos la acción avanza vertiginosa en los hechos y en el tiempo; en otros se producen parones y recesos dramáticos que prolongan y ponen el énfasis en ciertos pasajes concretos y ningunean o descartan otros- generan un conjunto dramáticamente irregular, en el que la comedia, el drama, la tragedia y el romance se mezclan en compartimentos estancos sin interacción entre sí. Pero, como decimos, John Ford es mucho John Ford, y, aunque no lo logra del todo, se esfuerza en conseguir un equilibrio en su historia a través del recurso que mejor manejó en su carrera: la composición de planos y el tono poético de la narración. Dejando de lado el hecho de que la traducción española califique ligera y gratuitamente de “héroes” a los cachorros de una academia militar, así porque sí, sin entrar a valorar sus acciones (West Point se ha distinguido por dar a luz a un buen número de criminales de guerra norteamericanos, de los que la historia contada por los vencedores nunca habla), Ford se concentra en un único personaje como portavoz de sus puntos de vista, Marthy Maher (Tyrone Power), un emigrado irlandés que ingresa en West Point para cumplir su sueño de integración en el nuevo país.

Pero la película comienza lejos de West Point. Es en Washington, en la Casa Blanca, donde vamos a empezar a conocer la historia de Maher, en relato directo al presidente Eisenhower (mostrado de espaldas). La razón no es otra que Maher protesta contra su orden de jubilación, y para ello acude ante uno de sus antiguos tutelados en la Academia, el general que dirigió las tropas americanas en la II Guerra Mundial y que luego se aupó a la presidencia, con nefastos resultados (dio origen a la dictadura americana dirigida por el complejo militar-industrial, que dura hasta hoy y que ha ocasionado millones de víctimas en todo el mundo, normalmente en conflictos artificiales generados desde la idea de la guerra como negocio). A partir de ese instante, Maher vuelve atrás en su historia, hasta el momento de su llegada a West Point directamente desde el barco que le trajo desde Irlanda. Los primeros minutos del film transcurren por los derroteros de la comedia: el choque cultural se combina con las dificultades de Maher en sus relaciones con los cadetes autóctonos y con su nula adaptación a los distintos oficios que le toca desempeñar, en especial el de camarero (destrozando la vajilla de las cocinas en un par de ocasiones) pero también el de instructor de boxeo (los cadetes le zurran en todo momento) o en la piscina (sin saber nadar). Sus dificultades de adaptación provienen de su falta de entendimiento de la tradición militar (lo cual le ocasiona enfrentamientos y peleas con algunos compañeros de armas, como con el personaje de Peter Graves, o con mandos militares, ante los que se permite discursos y actitudes inapropiados), pero a medida que ésta se vaya subsanando irá encontrando la protección de algunos mandos (el comandante Kohler que interpreta Ward Bond) bajo cuya tutela hacer carrera… y algo más.

Porque de esa protección surge el amor: al servicio de la familia Kohler sirve otra irlandesa, Mary O’Donnell (Maureen O’Hara), de la que Maher se enamora. La comedia se mezcla así con el romance, tanto en su primer encontronazo (él saliendo del gimnasio con los guantes de boxeo recogidos en el regazo) como en sus tímidos avances hacia ella (haciendo de fontanero en casa de Kohler o en sus torpes monólogos con una chica que insiste en no hablarle; aunque, cuando lo hace, su primera palabra es “sí”). Poco a poco la comedia va cediendo el sitio a lo puramente sentimental, aunque conserva breves atisbos gracias a la presencia del padre de Maher, llamado Marthy, como él (Donald Crisp), un típico irlandés pendenciero y borrachín que se hace prácticamente dueño del hogar de Marthy y Mary. En este panorama se va introduciendo cada vez más, hasta hacerse con el tono general de la historia, el componente dramático-sentimental que liga a Maher al ejército y a sus cadetes. Los distintos avatares históricos, en particular las dos guerras mundiales, además de diferentes episodios ligeros con aire humorístico de Maher con sus alumnos, sirven para marcar el pulso narrativo, siempre desde un punto de vista que alterna lo sentimental con la idea del deber y del sacrificio. Así, el estoicismo de Maher al conocer la muerte en combate de algunos de sus cadetes más queridos se asimila a su propio dolor cuando es su hijo recién nacido el fallecido, o con la resignación ante el hecho de que Mary no podrá ya tener hijos. Este concepto es importante, porque Maher, que durante un tiempo considera dejar la Academia, sustituye a su hijo muerto por sus cadetes, se convierte en su “padre” militar y espiritual. Finalmente, este hecho es reconocido por los propios cadetes, ya oficiales del ejército, o incluso por el gobierno, en el gran desfile de homenaje en honor de Maher que cierra la película.

Durante muchos minutos, no obstante, el hartazgo por el tributo a lo militar puede cansar al espectador de hoy, máxime teniendo en cuenta que el filme peca de exceso de duración (138 minutos), lo que aumenta la sensación de descompensación narrativa. Además, los instantes cómicos no están demasiado logrados, y vistos con el humor de hoy pueden parecer incluso tontos. Sin embargo, la abundancia de tomas de mérito y los momentos de gran tensión emocional logran mantener el interés: al ya citado diálogo amoroso entre Maher y Mary (al que alude la foto de cabecera) hay que añadir la sorpresa de Marthy al descubrir en el comedor de su familia recién llegada de Irlanda, viaje que Mary ha mantenido en secreto, las secuencias que transcurren en el hospital durante el parto de Mary y el fatal desenlace, la reprimenda de Marthy al periodista que se permite dudar de los valores de West Point, la maravillosa secuencia de la muerte de Mary en el porche de su casa (magnífica toma en la que Maher asiste por la espalda al momento en que su esposa, ya anciana, fallece), o el homenaje que, en privado, recibe Marthy de sus cadetes durante la cena de Navidad.

Además de la estupenda fotografía de Charles Lawton Jr., de la presencia de miembros más o menos estables de la “compañía John Ford” (Bond, Crisp, O’Hara, Harry Carey Jr., Patrick Wayne…), y de la maestría de Ford en el uso de las diversas estancias y de las localizaciones exteriores (no tanto en la caracterización de Power y O’Hara a medida que van cumpliendo años y su cabello se vuelve blanco y su piel se va arrugando…), destaca la presencia de sus temas preferidos, en particular del ejército como mecanismo de integración y de fábrica de espíritu nacional en los recién llegados. Buena parte de los personajes tiene origen extranjero (apellidos irlandeses, polacos y alemanes en su mayoría, lo mismo que en sus famosos westerns sobre la caballería) pero sirven con honestidad y decisión bajo la bandera de un nuevo país cuyos valores hacen propios. Esta experiencia personal de Ford (él mismo sirvió durante la guerra -llegó a alcanzar el grado de almirante- y poseía una vocación militar tanto o más fuerte que la propiamente cinematográfica) es vomitada de manera incontenible para crear un tributo personal, en clave íntima, a todo un espectro de su vida que para él era tan fundamental como el oficio de hacer películas: sentir el ejército y los valores americanos como propios para no sentirse excluido, extranjero, ajeno.


Un poco de John Ford es mucho: Cuna de héroes (The long gray line, 1955)

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