En El escritor (The ghost writer, 2010) se dan cita tres de las principales señas de identidad del cine de Roman Polanski, si bien en tan incierto y precario equilibrio que, cogido muy por los pelos, no logran sostenerse del todo de manera autónoma, natural, satisfactoria y en congruencia con la necesidad de coherencia y plenitud del guión. En primer lugar, las atmósferas enrarecidas, aparentemente pacíficas, íntimas e inocuas pero subrepticiamente amenazantes, tóxicas, desasosegantes, letales, que abundan tanto en su carrera (desde Repulsión -Repulsion, 1965- a La muerte y la doncella -Death and the maiden, 1994-, de La semilla del diablo -Rosemary’s baby, 1968- o Callejón sin salida -Cul-de-sac, 1966-, a Chinatown, 1974, entre muchas otras). A esta primera nota hay que añadir el planteamiento de una situación de suspense absorbente de tono criminal en clave puramente hitchcockiana pero con abundancia de tintes kafkianos (desde El quimérico inquilino -Le locataire, 1976- a Frenético -Frantic, 1988-, entre otros muchos ejemplos), que va desarrollándose gracias a personajes y situaciones de los que, en ocasiones, no quedan excluidos del todo el azar caprichoso, la locura o el surrealismo. Y, en tercer lugar, por último, la atracción por personajes aislados, enclaustrados, sometidos a una situación de encierro o control -voluntarios o no-, con los que experimentar como un científico loco con sus criaturas (como la casi olvidada ¿Qué? -What?, 1972-, compendio asímismo de las notas ya comentadas, o cualquiera de los ejemplos citados con anterioridad, incluso aunque en alguno de ellos esta claustrofóbica jaula no sea una casa, una habitación o un edificio, sino la completa ciudad de París o los alrededores de San Francisco). En este caso concreto, con este interés por los personajes colocados en un espacio, físico o mental, limitado, vienen a coincidir los ecos de la propia situación personal de Polanski en relación con su famoso caso de violación de una menor en Estados Unidos, su amenaza constante de detención si pisa ese país o bien cualquier otro con tratado de extradición en vigor, como en el reciente caso de Suiza, momento durante el cual fraguó el guión o la idea primigenia de varias de sus últimas películas con esta cuestión como fondo. Estas características, en el caso de El escritor, no eliminan del todo una de sus más importantes flaquezas, especialmente presentes en películas de la segunda mitad de su carrera: el empleo de fórmulas comerciales, de convencionalismos narrativos, lugares comunes o desenlaces fáciles, previsibles o incoherentes que empobrecen las tramas, limitan los argumentos o impiden a sus historias llegar hasta sus últimas consecuencias, dramáticas o de denuncia.
Todo esto, además de la situación política internacional derivada de las guerras de Afganistán e Irak, llamadas pomposa y ridículamente “contra el terrorismo” pero que no son sino meras aventuras coloniales de las de toda la vida, se combina en el caldero de esta adaptación de la novela homónima de Robert Harris, coproducción franco-germano-anglo-estadounidense (con filmación de algunas localizaciones de la costa de Massachussets efectuadas por la segunda unidad sin la presencia del director) cuyo título en España, como siempre para cagarla, priva al espectador de un término esencial, la palabra “fantasma”, sobre la que recae buena parte de la carga simbólica o de la lectura más honda de uno de los personajes principales, y, por extensión, de la propia película. Porque el escritor (Ewan McGregor), el ‘negro’ que va a hacerse cargo de la escritura de las memorias del ex primer ministro británico Adam Lang (Pierce Brosnan), no tiene nombre. No solo eso, sino que, en este caso, carecer de nombre es ser nadie. Pero no un nadie como un conjunto vacío, sino Nadie, el mismo que, milenios atrás, en la piel de Odiseo-Ulises, engañó a Polifemo, el Cíclope, en su camino a Ítaca. Y esto es importante porque este escritor no identificado, inexistente, viene a sustituir a su antecesor en el puesto, muerto en extrañas circunstancias, que es otro fantasma que pulula constantemente por la película, pero que no es más que una referencia: un nombre, un cadáver en la playa, apenas unos pocos testimonios de sus últimos días, algunas vivencias contadas de segundas, un coche abandonado en el ferry que conduce a la isla y un enorme enigma a su alrededor. Por tanto, son dos, y no uno, los escritores fantasmas. Pero los espectros no terminan ahí, porque hay otros fantasmas, fantasmitas y fantasmones en los 128 minutos de metraje de esta película estimulante en su inicio y un tanto decepcionante en su tercio final.
Este escritor-soldado desconocido deberá pasar un proceso de selección en una importante editorial de Londres (agradecidas apariciones secundarias de Timothy Hutton o James Belushi) para lograr un puesto que le obligará a permanecer de por vida en el anonimato en cuanto a la autoría final de la obra -otro perfil fantasmal- pero que le proporcionará sustanciosos ingresos sobre los que apuntalar su, hasta entonces, fallida, bloqueada, carrera como escritor -nuevamente, una situación virtual-. La llegada en el ferry a la isla en la que se encuentra refugiado Lang, recientemente apartado del poder y en pleno proceso de enfrentamiento a la Corte Penal Internacional, que intenta procesarle por irregularidades cometidas con prisioneros de guerra capturados en las aventuras coloniales promovidas por Estados Unidos, Reino Unido y España, constituye para el escritor la entrada en un mundo de mentiras, medias verdades, ocultamiento de información, publicidad, mercadotecnia, engaño y tergiversación, en el que el libro de Lang es lo que más parece importar, pero donde la verdad real sobre Lang es lo que menos importa. La lectura del manuscrito del libro de Lang mecanografiado por su antecesor y los nuevos datos descubiertos por el escritor en su intención de completar los huecos de una narración puramente propagandística, de un testamento político insustancial, falso y ególatra, llevan al protagonista a una espiral de secretos y mentiras que se va enredando progresivamente, y que, como en el caso anterior, amenazarán su vida. Si es que nuestro escritor está vivo…
Con evidentes paralelismos con la figura de Tony Blair, uno de los cuatro criminales (los otros son Bin-Laden, George W. Bush y José María Aznar, sin olvidar a Durao Barroso, premiado con un puesto en la UE por los servicios prestados a la preparación logística del crimen, del terrorismo militar de la pomposamente llamada Coalición Internacional) que introdujeron al mundo en una espiral de guerra y muerte desde 2001 que dura hasta hoy, Polanski construye un relato frío, impersonal y desapasionado, una cinta en la que los desapacibles exteriores, los mares grises, los bosques cubiertos de hojas secas, los árboles desprovistos de verde, las arenas de las playas sembradas de piedras con sus tonos oscuros, marrones, rocosos -filmados en distintas localizaciones de la costa este de Estados Unidos, de la costa alemana cercana a Hamburgo y de distintos espacios costeros del Báltico- no vienen compensados con interiores cálidos o reconfortantes, sino acrecentados, resaltados y potenciados con habitaciones gélidas de cristal y cemento, sin una sola nota de calor, de algo que pueda parecerse al hogar, una atmósfera aséptica, neutra, oscura, grisácea, casi futurista, como de sala de espera, de música de ascensor, quirúrgica, de hospital, de quirófano, o de tanatorio (impresiona el rostro de la muerte de Eli Wallach, que aparece en un importante rol secundario, breve pero determinante). A ello contribuye una excepcional partitura -como viene siendo habitual en los últimos lustros- de Alexandre Desplat, uno de los músicos de cine de moda. Esta maestría de Polanski para el diseño de una atmósfera opresiva y amenazante, no viene, lastimosamente, refrendada por el tratamiento narrativo de la historia.
Porque Polanski renuncia a llevar la historia hasta las últimas consecuencias. La cinta está llena de cuestiones apuntadas y no desarrolladas, de marcos de actuación, de sugerencias y líneas argumentales insinuadas pero no profundizadas, sin análisis, tratadas de manera superficial, casi como coartadas para el suspense -insuficientes, por tanto- más que como esqueleto narrativo del guión. Así ocurre con la trama política, la lucha de Lang contra sus enemigos políticos que utilizan sus crímenes para desacreditarlo políticamente ante la CPI y, a través de ella, ante el mundo. La cuestión política no es analizada ni presentada sino por encima, descrita como mero pretexto narrativo, sin denuncia, sin mayor valor que convertirlo en motivo de las idas y venidas de Lang y en el drama de salón que se vive en la casa frente al televisor. Igualmente ocurre con las intrigas sexuales, o con las relaciones establecidas a varias bandas, entre Lang, el escritor, la esposa del político (correcta Olivia Williams, pero ni mucho menos una actriz con entidad para dar vida a una mujer carnal y sexualmente desbordante) o su secretaria (Kim Cattrall), que sí posee esas notas, pero cuya presencia se va diluyendo según avanzan los minutos. Por último, toda la trama criminal, la investigación de lo ocurrido al anterior cronista de las andanzas políticas de Lang, se difumina a partir del, llamémoslo así, episodio violento del aeropuerto, momento en el cual la película se derrumba como un castillo de naipes. Por no profundizar, Polanski ni siquiera busca dotar al personaje de Lang de sus propias experiencias como hombre perseguido, juzgado de antemano, procesado por la opinión pública. El guiso se le queda poco hecho, y cuando, en el clímax final, Polanski intenta recuperar el pulso, ya es tarde, porque la rocambolesca, aunque muy bien construida, trama de espionaje que explica los motivos por los que el tarambana de Lang entró en política en los años setenta de la mano de su esposa y el papel que la CIA (excelente aparición la de Tom Wilkinson) pudo haber tenido en todo aquello, ya no hay quien se lo crea mínimamente, o quien le conceda el menor viso de verosimilitud. Porque, a resultas de todo, la solución a los complejos enigmas que rodean las experiencias del escritor anónimo protagonista de la película estaban, todas ellas excepto una, publicadas ¡¡¡en internet!!!
Con todo, el abrupto final del personaje del escritor nos vuelve a situar en el debate en torno a la naturaleza de este personaje: ¿es un humano real o un espectro? ¿Quizá el fantasma invocado de su precedesor en el puesto que ha vuelto para vengarse? ¿Qué es del personaje al final? ¿Sucumbe o más bien se “volatiliza”, se esfuma una vez descubierto el pastel y confirmado su triunfo, la resolución del misterio que le llevó al más allá? Oímos un golpe, pero, ¿qué golpe? ¿Hay realmente un golpe? En resumidas cuentas, un film frío, de atmósfera magistralmente diseñada, de humor socarrón en algunos momentos, de reparto muy estimable, de líneas de argumento excelentemente trazadas, pero fallido, timorato, blando en el seguimiento de los temas que ofrece, que gira en el último momento para no traspasar la pantalla, que se va en busca de la tibieza, de la equidistancia, del amago, del disparo de fogueo, con voluntad de no ahondar, hurgar, indagar, conformándose con el mero entretenimiento criminal -ojo, que no es poco, si se hace bien- que, habiendo perdido por el camino todos los ingredientes que podían colocarlo en primera categoría, resulta finalmente descafeinado, esbafado, derretido, por más que con el final, fantasmal o no, la película parezca mucho más de lo que en realidad es.