Revista Cocina

Vivencias de una camarera

Por Lagastroredactora @lauraelenavivas

Hoy inauguro una nueva categoría, se va a llamar tentativamente Vivencias de una camarera, como el título del post, aunque quizás más adelante si se me viene a la cabeza otro nombre que me guste más lo cambie. Venía pensando en esta posibilidad desde hace un tiempo, pero me frenaba el hecho de no saber cómo conseguir un tono que sea sincero, como me gusta a mí, pero sin llegar a resultar ofensivo si relato sobre el cliente que es fastidioso. Pero bueno, ahí también tengo un reto.

Me terminé de decidir hace unos días, bueno, me animé del todo hoy que tenía previsto hacer otra entrada más formal en otra categoría, pero como ando un poco visceral quise escribir esto. Pero hace unos días como decía, fui a la Feria del Libro aquí en Madrid, y por casualidad vi que el nombre de una de las casetas era “Gastronomía y Novela Gastronómica”. Yo, que ni sabía que existía ese género literario, me fui allí rápidamente a chusmear un poco. La chica, muy amable, me mostró varios libros, y hubo uno que captó mi atención enseguida, Confesiones de un camarero, que se anunciaba como best-seller en la portada, y al reverso explicaba que era una historia nacida de las narraciones de un camarero en Estados Unidos que un día se puso a escribir sus vivencias trabajando. Yo leí y me dije ¡si esto es lo que yo quiero hacer!, aunque el libro al final lo dejé para comprarlo después porque no quería sugestionarme con otras narraciones similares a mi idea.

Total, que aquí estoy. Y lo que quiero es contaros lo que vivo en ese mi otro trabajo, no el de redactora, sino el que en realidad me da de comer, pero que no me gusta. No me gusta porque la hostelería desde dentro es un oficio sumamente sacrificado, agotador, tan agotador que tiene que gustarte de verdad para disfrutarlo, porque si quieres que tu restaurante vaya bien tienes que dedicarle tu tiempo de trabajo, tu tiempo libre y el restante si es necesario. Se lo he escuchado a los cocineros famosos, a algunos hosteleros de vocación -no los que montan el bar por invertir en algo- y lo he comprobado de cerca. Porque aunque no me guste el oficio, por circunstancias de la vida llevo ya varios años de experiencia en él, y lo mejor -o peor, según como se vea- es que el trato con la gente se me da bastante bien.

Es que a mí la gente me gusta. Y mirad que me saca de quicio a veces. Pero las personas somos tan complejas que cada una es un mundo, y en cada uno de ellos pueden haber mundos más simples, otros complejos, otros un poco insoportables, y muchos que te sorprenden con sus gestos bonitos. Por eso me gusta la gente, porque cada día te enseñan algo: conocimientos, vivencias, ejemplos de buen hacer, ejemplos de mal hacer… Siempre digo que esto de ser camarera es un máster en psicología. Y es que además, en donde curro tenemos clientes que vienen a diario, clientes con sus días buenos y otros no tanto, igual que nos pasa a todos. Entonces allí comienza el trabajo más complicado. Porque no me gustará la hostelería, pero tengo clarísimo que un camarero no debe solo servir mesas, plantar en la mesa comida y bebida y llevar la cuenta luego. Un camarero es parte de un engranaje que sirve para que el cliente viva una experiencia, la experiencia de comer en X sitio. Y esa experiencia debería ser buena de forma integral, con lo cual, el camarero debería preocuparse no solo por servir a tiempo y bien lo que pide el cliente, sino estar pendiente de que él esté bien, sin ser pelota, pero preocuparse por pillar sus preferencias (cuando son clientes fijos), escuchar sus gustos, complacer algunas peticiones de vez en cuando… Y tratar en general de que esté contento, porque al fin y al cabo, a todos nos gusta sentirnos queridos, y cuando digo queridos hablo en el sentido amplio del término. Preocuparte por que el cliente esté bien es hacer que se sienta atendido : querido.

Y esta es la teoría. La práctica es que tengo días malos en los que me acaba de llegar la regla, me duelen los ovarios y quiero matar a alguien porque se me rompió la uña. O peor, me he peleado con mi chico -el chef- y como trabajamos juntos tenemos que disimular para que no se den cuenta los demás cuando estoy que si me dicen cualquiera cosa, “esto no me gusta”, “cámbiame esto” o algo por el estilo, quiero tirarle el plato encima a quien sea.

Pero hay que comérselo. Con patatas.

El cliente no tiene la culpa de mis dilemas sentimentales ni de mi dolor de ovarios. Así que hay que disimular. No, más bien quitarse la mochila llamada “problemas personales” y dejarla colgada en el almacén, tomarse un Ibuprofeno para el dolor de ovarios y arrear. Los clientes van buscando experiencias, unas sencillas y rápidas como cuando toman menú del día, y otras más pausadas cuando van con más tiempo a cenar y a relajarse en pareja o con amigos comiendo y bebiendo. En ese sentido paso a ser no solo la camarera sino la relaciones públicas del local, la representante de la marca del restaurante.

Entonces hago las cosas lo mejor, mejor que puedo, tan sencillo y tan complicado. Como me gusta la gente, los días que tengo malos logro disimularlos en cuanto comienza el jaleo y me meto en el trabajo porque ya no me da tiempo a pensar. Y realmente a veces tienes compensaciones bonitas, como cuando nos dicen que da gusto estar allí o nos hacen regalos como el cuadro que nos dio una clienta que es pintora y escritora hace unos días porque se va a vivir a otro país como detalle de despedida.

Como dice mi mamá, las cosas se hacen bien o no se hacen.

Esta es la pintura:

restaurantes, camarera

¡Feliz finde!

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