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Alfred Hitchcock presenta – La muchacha de Londres

Publicado el 15 abril 2011 por 39escalones

Alfred Hitchcock presenta – La muchacha de Londres

Además de personaje controvertido, de mago del suspense y de narrador excepcional, Alfred Hitchcock resultó ser también un técnico más que competente y siempre hambriento de nuevas vías de exploración e innovaciones formales que introducir en sus películas. No es de extrañar, por tanto, que en cuanto se asentó la popularidad del sonido en el cine, a Hitchcock se le metiera entre ceja y ceja incorporar la novedad a alguna de sus historias, extremo que consiguió en 1929 con la primera película sonora británica, La muchacha de Londres, también titulada Chantaje en traducción literal de su original en inglés (Blackmail). En aquellos tiempos, la cinematografía británica oscilaba entre los timoratos melodramas y las comedias de puesta en escena más bien teatral y los dramas historicistas y la épica de aventuras de los hermanos Korda, con poco espacio para la competencia directa a las más caras y espectaculares producciones de Hollywood, que controlaba la producción británica gracias a sus filiales en las islas. Sin embargo, con Hitchcock la cosa cambia; nace un cine británico con personalidad propia respaldado por el público en las salas y con creciente demanda exportadora. A ello contribuye decisivamente su filme de 1929, en el que, tras el éxito de El enemigo de las rubias (The lodger, 1927) y el coqueteo con otras historias de tonos y temáticas muy distintos pero siempre con el suspense como leit-motiv, toma de nuevo al crimen y al tema de la culpa como tragedia como vehículos para la narración.

Los planes de matrimonio de Alice y Frank, una joven pareja londinense, peligran debido a la profesión de él, un prometedor inspector de Scotland Yard. Lo arriesgado de su trabajo le llena de reticencias y demoras que Alice interpreta como dudas e inseguridades producto de unos sentimientos no demasiado anclados. Por su parte, no piensa quedarse para vestir santos, y ya tiene un plan B: en el restaurante donde suele reunirse con Frank, su novio, hay otro joven, apuesto y galante, que la mira con buenos ojos, un pintor de mucho talento al que espera un futuro halagüeño. Alice provoca la enésima discusión entre ambos con el fin de quedarse a solas con su otro pretendiente, y ahondar en la alternativa. Sin embargo, Frank no se ha marchado, y descubre a Alice saliendo del restaurante con otro. Lo que adivinamos que será una noche tormentosa para Frank, no lo es menos para Alice, que de manera algo incauta acepta acompañar al pintor a su estudio: los modos refinados y considerados de él se transforman en un apetito sexual desbordado que devienen en un intento de violación sólo truncado cuando ella le clava un cuchillo y lo mata. Cuando Frank recibe el encargo del caso y descubre a la víctima, lo identifica inmediatamente como el acompañante de Alice la noche anterior, y la pareja parece estar a salvo cuando el joven pone su amor por delante de su deber. Pero nada más lejos de la realidad: un hombre extraño e inquietante amenaza a Alice con hacer público lo sucedido si no obtiene una compensación…

Hitchcock, que colabora en el guión junto a Benn W. Levy y Charles Bennett, autor de la obra original que inspira la película, construye así el segundo capítulo de una amplísima filmografía que gira en torno al tema de la culpa y el acoso a un inocente y que incluye una buena cantidad de las señas de identidad que harán del director inglés el maestro de la intriga cinematográfica (desde la tensión narrativa a la introducción de elementos sentimentales en una trama criminal, así como la idea de la policía como ente amenazador, la sensualidad de una protagonista atractiva, el humor soterrado -no perderse la aparición de Hitchcock en el vagón de metro-, la persecución vibrante o el empleo de localizaciones espectaculares para sus desenlaces). Sin embargo, en este caso, este esquema presenta interesantes variaciones que enriquecen la película y que igualmente se trasladarán a futuros títulos, en particular, la no tan clara naturaleza culpable o inocente de los protagonistas positivos y de los respectivos villanos. Para empezar, tenemos a una joven hermosa que, lejos de ser modélica, no sólo acepta las galanterías de otro hombre estando comprometida, sino que se presta a acompañarlo de noche a su casa (estamos en 1929) para una velada romántica, señal que él bien hubiera podido interpretar como una concesión implícita a la realización de su deseo sexual, luego retirada y, por tanto, necesitada de la fuerza para imponerse. Por otra parte, nos encontramos con una protagonista sólo parcialmente inocente, que ha cometido un asesinato con sus propias manos aunque en defensa propia, pero que es culpable de una conducta algo casquivana que facilitó la desgracia. Por último, está el chantajista, que, culpable de seguramente muchos delitos menores y otras extorsiones anteriores, es sin embargo inocente del asesinato del que finalmente pretenderán acusarle y que, con todo, termina pagando por él. Esta inversión de la carga moral redunda en el interés del espectador, cuyos cambios de punto de vista, cuyas mutaciones en cuanto a la simpatía que siente por los protagonistas, cambian constantemente. En cambio, el personaje de Frank, cuya ambivalencia moral debió quedar sin embargo mejor trazada y que hubiera debido servir para otro plano muy diferente del drama, pero igualmente enriquecedor, la lucha entre deber y amor (aspecto que Hitchcock trabajará posteriormente con más ahínco, por ejemplo en EncadenadosNotorious, 1946), queda inconcluso y deslavazado, reduciendo al personaje a un enamorado ciego que no vacila en manipular la ley y en someterse a la negligencia por su amada sin lucha interior, sin atormentarse.

Técnicamente la película es más que apreciable, aun con las limitaciones técnicas de finales de los años veinte, si bien adolece de cierta improvisación en el uso del sonido dado que la película comenzó a filmarse muda y se fueron añadiendo escenas y efectos de sonido prácticamente sobre la marcha, reescribiendo determinados pasajes o incorporando nuevas secuencias que debían ir acompañadas de diálogo o sonidos. Eso hace que, vista hoy, resulte una extraña mixtura entre los modos y maneras del periodo mudo, especialmente las escenas del primer tercio de su breve metraje (apenas ochenta y dos minutos), y los incipientes dramas textualizados que no tardarán en filmarse. Sin embargo, en esta película, excepto en la secuencia crucial, el uso del sonido queda reducido casi a la mera curiosidad, al caprichoso empleo de una nueva técnica con vistas al éxito comercial de la época, sin que posea un valor por sí mismo en la trama o posea alguna carga narrativa que permita dotar al nuevo invento de mayor significado o utilidad. Con todo, ello no resta ni un ápice de excelencia al tratamiento visual, cuyas composiciones de planos, tanto en interiores como en exteriores recreados en decorado, incluyen la persecución a toda velocidad por la ciudad, un final majestuoso en el Museo Británico, con carrera por las salas y sobre su enorme cúpula incluida, o la excepcional secuencia de la violación y asesinato, magníficamente sugerida sin ser mostrada, con esa mano que, saliendo tras una cortina o una tela que cuelga del dosel de la cama, busca el cuchillo que se clavará en el cuerpo del asesino, único momento en que el sonido, sí, adquiere protagonismo por sí mismo y da muestras de su enorme potencial como depositario de información para el público y de enriquecimiento de las formas de contar historias en el cine.

Y para concluir, siempre con Hitchcock, un guiño de humor implícito que plasmará directamente en la pantalla en la posterior 39 escalones (The 39 steps, 1935): la pena a cumplir por la mujer culpable será desposarse con un policía. Hitchcock apunta ya maneras de lo que será una constante en su obra: nada, ni nadie, es lo que parece a simple vista; todo el mundo lleva un criminal dentro. La cuestión es saber qué es lo que puede hacer que salga a la luz.


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