El visionado de Éxtasis (Ekstase, Gustav Machatý, 1933) proporciona muchas más retribuciones que la mera satisfacción de la curiosidad. Este melodrama erótico (para la época) con tintes trágicos coproducido por Austria y Checoslovaquia permite no solo contemplar en (casi) todo su esplendor a una joven Hedy Lamarr (llamada aquí todavía Hedy Kiesler), para algunos la actriz más bella que ha paseado jamás por la pantalla, sino que también ofrece a la vista un mundo desaparecido, una forma de vida que nunca más volvió a existir, truncada en los años siguientes por los avatares de la política, de la guerra y de una falsa moral. La sencilla y trivial historia de amor que viven sus protagonistas cobra hoy una nueva dimensión cinematográfica y humana que trasciende mucho más allá de los noventa minutos de su metraje.
La película solo es parcialmente sonora. La técnica del sonido se va extendiendo paulatinamente desde Estados Unidos hacia Europa y el resto del mundo en oleadas, y a Austria y Checoslovaquia llega tras su utilización en las primeras películas alemanas con sonido (la primera de todas El ángel azul, Der blaue Engel, Joseph von Sternberg, 1930). Por ello, tanto la construcción narrativa como el empleo de la música, la puesta en escena y el lenguaje visual utilizados por Gustav Machatý son puramente deudores del cine mudo, siendo apenas tres las escenas que poseen sonido y diálogos entre los personajes (pronunciados en alemán), con toda seguridad añadidas o modificadas a posteriori una vez concluido el rodaje y el montaje del filme. Ello permite a la película alcanzar un alto grado de perfección, riqueza y sutileza al presentar personajes y situaciones sin necesidad de palabras, pero también carencias en secuencias y momentos que, en equilibrio con las escenas dialogadas, precisarían de la expresión verbal de sentimientos e ideas. De ello se resienten igualmente las interpretaciones, que mutan en su modo de obrar y proceder en función de la posibilidad o no de expresarse con palabras, con la consabida exageración de gestos y muecas propia del cine mudo en algunos casos pero sin perder en general la sobriedad correspondiente al tono poético-trágico que impregna la cinta. No obstante, la película en ningún momento resulta confusa, y siempre son claras las motivaciones del comportamiento de los personajes y la relación causa-efecto de lo que les acontece, así como la presentación y resolución de situaciones.
La película se abre con la sutil y delicada secuencia de unos novios que llegan a su casa tras la ceremonia matrimonial. En una presentación magnífica, Machatý nos pone rápidamente en situación: ella es muy joven, él muy mayor; ella es vitalista, alegre, despreocupada; él, una vez casado, se revela serio, disciplinado, severo, un tanto aburrido y rutinario. En el deambular de ambos personajes por la casa en los primeros momentos de su vida marital, Machatý caracteriza a la perfección a ambos personajes y apunta la raíz de la diferencia de caracteres que va a desencadenar el drama. La imagen de ella revoloteando por la casa vestida todavía de novia, comprobando el desorden y la suciedad de algunas dependencias mientras empieza a colocar cosas en su sitio contrasta con la metódica y estricta ordenación y colocación por parte de su esposo de sus pertenencias sobre la mesilla de noche, perfectamente alineadas, cada una en su espacio propio, jerarquizado, inamovible. De inmediato comprendemos que Eva (Hedy Lamarr) ha cometido un error, y que, quizá por un deseo irresistible de abandonar la tutela de un padre severo y vigilante celoso de su belleza, ha aprovechado la primera oportunidad que ha tenido para marcharse de casa. Sin embargo, parece haber elegido al hombre equivocado; son demasiadas sus diferencias: de edad, de temperamento, de gusto por la vida, de interés por el sexo, de prioridades… Todo eso lo comprendemos en apenas cinco minutos, y también lo que va a venir a continuación.
Eva huye de casa de su esposo y vuelve con su padre (magnífica la secuencia en la que el marido, reflejado en multitud de espejos su rostro roto por el dolor, la frustración y la ira, descubre que su joven esposa le ha abandonado; los restos de su ausencia, los huecos de su marcha) a la casona del campo en la que cría sus caballos. En este punto, Machatý utiliza la puesta en escena para sugerir simbólicamente la evolución interior del personaje de Eva. La noche tormentosa que vapulea la casa (luces y sombras al estilo gótico, ventanas y puertas que se abren de golpe, la oscuridad de la escalera y de los rincones del salón, la música de piano, grandes cortinajes llevados por el viento…) viene sucedida por una mañana luminosa en la que los caballos trotan por el campo y se buscan para encontrarse y aparearse. Así, Eva, que ha salido a montar, se baña desnuda en el río mientras su montura, con su ropa, sale en busca de compañía con la que fabricar potros… Eva corre desnuda en pos de su caballo, y así la encuentra un joven apuesto y urbanita, empleado en unas obras de ingeniería cercanas, por el que inmediatamente se siente atraída. La cosa es mutua, y no tarda en surgir el romance, que más que amor, es puro goce sexual. Paralelamente, el marido de Eva maniobra para intentar llevarla a casa de vuelta y con tal motivo se encuentra en las proximidades. La coincidencia del esposo y del amante de Eva en el mismo coche camino de la ciudad desencadenará una tragedia de la que Eva jamás se recuperará.
Más allá de los atrevidos (para entonces) aspectos eróticos de la película (el busto desnudo de Hedy Lamarr en busca de su caballo -antes de pasar por el reciclaje y recauchutado de Hollywood, todo hay que decirlo-; la sutil pero muy reveladora escena de sexo en el sofá, con ella tumbada -y extasiada- mientras su amante, ejem, le trabaja los bajos) que costaron a la cinta la condena vaticana (y más teniendo en cuenta que el cartel de la película recogía ese momento de Lamarr, recostada, gozando del tacto de su amante), Machatý utiliza hábilmente los medios a su disposición para acompañar la historia de una atmósfera lírica y trágica, luminosa y lúgubre, dramática y esperanzada, y tampoco exenta de cierto humor (algunas de las reacciones y comentarios del padre; la secuencia del abogado que prepara en su despacho, junto a su secretaria, el proceso de divorcio). Además de las ya apuntadas, la secuencia del vehículo camino del paso a nivel, repleta de tensión y suspense, resulta muy meritoria (no se sabe realmente si el esposo de Eva va finalmente a estrellar el coche contra el tren o a superar el paso a nivel antes de que caiga la barrera; importantísimo aquí de nuevo el empleo del sonido: la advertencia continua del silbato del tren anunciando una más que posible desgracia), así como definitoria del hundimiento personal y moral que sufre el marido abandonado. Del mismo modo, el final de este personaje, mientras Machatý ofrece notas de costumbrismo y folclore local, alcanza cotas trágicas de primera magnitud, y es presentada a la perfección utilizando las nuevas herramientas que el sonido pone a su alcance (el disparo interrumpe la música y el baile de la fiesta) en un alarde de patetismo y oscura tragedia que contrasta con la alegría y la espontaneidad que reinan en el piso de abajo. Por último ese final un tanto postizo, esos minutos en los que Machatý invierte fotogramas en reflejar el pesado trabajo de los hombres en la obra al estilo de los cineastas soviéticos y sus documentales de labores del campo o de duros trabajos de siderurgia o ingeniería civil, mientras que, ya no se sabe muy bien dónde pero se entiende que lejos, Eva extrae al bebé de la cuna, representan el renacimiento, la posibilidad de seguir adelante en un mundo cuyos mecanismos, cuya maquinaria, no deja de funcionar a pesar de los reveses, de los malos momentos y de los bloqueos trágicos.
En suma, un interesante filme austro-checo de la década de los treinta, apenas cinco años antes de que Hitler se anexionara Austria y los Sudetes checos, y seis años antes de que ocupara toda Checoslovaquia. Unos países, unas cinematografías, que tardaron décadas en recuperar el pulso, en ofrecer de nuevo al exterior sus películas y sus historias, pero ya sin una libertad y una sinceridad que no volverían a disfrutar hasta, como quien dice, antes de ayer.