Como es sabido, el Papa Francisco se reúne hoy domingo 8 de junio en el Vaticano con el presidente de Israel, Simón Peres, el de Palestina, Mahmoud Abbas (Abu Mazen), y el patriarca ecuménico ortodoxo Bartolomeo, para rezar juntos por la paz. Una iniciativa que cuenta con el apoyo de la oración de tantas personas de todo el mundo. Una razón más para hablar en este blog de un filme inteligente y optimista, que tiene como trasfondo el conflicto judío-palestino.
(JUAN JESÚS DE CÓZAR).- El pasado viernes asistí al estreno de “El hijo del otro”, película dirigida por la francesa de origen judío Lorraine Lévy. Unas horas antes de redactar este artículo pude escuchar las declaraciones sobre el film de un conocido crítico, que la calificaba de “interesante, pero excesivamente buenrrollista y con un decepcionante final típico de película de Disney”. Vino entonces a mi memoria un suceso de hace varios años, cuando un importante diario nacional publicó la reseña del poemario que acaba de escribir un amigo mío, poeta y novelista. Su dictamen era negativo porque su poesía le parecía “excesivamente optimista”.
Da la impresión de que en determinados ambientes culturales el optimismo no está bien visto. En cambio, parecen aceptarse sin dificultad el realismo trágico, la cruda violencia de determinadas situaciones, la tristeza del desencanto o la imposibilidad de solucionar determinadas situaciones. Pues conste que “El hijo del otro” es un film intencionadamente optimista, ambientado en una zona que no podría ser más conflictiva: Israel y Palestina.
La película comienza con un hecho insólito y alarmante: unas pruebas médicas desvelan que Joseph Silberg (Jules Sitruk), un joven de Tel Aviv que se prepara para comenzar el servicio militar, no es el hijo biológico de sus padres, ella médico y él oficial del ejército israelí. A causa del caos producido por un bombardeo en Haifa, donde su madre dio a luz, el hospital cometió un grave error y su bebé fue intercambiado por Yacine Al Bezaaz (Mehdi Dehbi), el hijo de una familia palestina de Cisjordania.
Yacine acaba de regresar de París ‑donde se aloja con su tía‑, y trae la buena noticia de haber superado los exámenes que le permitirán comenzar allí la carrera de Medicina. Su padre es ingeniero, aunque las circunstancias le obligan a trabajar como mecánico de coches. Su madre es una abnegada ama de casa.
Como no podría ser de otra manera, la noticia provoca el derrumbe de ambas familias y les obliga a recorrer un delicado proceso de reconstrucción, porque todo queda afectado: la propia identidad, las convicciones religiosas, las raíces culturales… Una tarea dolorosa pero necesaria, que las dos madres asumirán con esa fortaleza y sabiduría femeninas que suelen mostrar de manera especial ante la adversidad. Ellas son las grandes heroínas de la historia y las que logran transformar la visión de sus respectivos maridos. Las extraordinarias interpretaciones de Emmanuelle Devos (la madre de Joseph) y de Areen Omari (la de Yacine) refuerzan aún más ese protagonismo
La película evita entrar en espinosas cuestiones políticas, aunque se nos muestran reiteradamente el muro de separación, las alambradas, los controles, el contraste entre la abundancia material de la zona judía y la precariedad de la palestina… Es cierto que el film pierde algo de fuelle en la última media hora, optando por suavizar las aristas, rehuyendo diversos conflictos e incluyendo alguna situación forzada. Pero ya avisaba al principio del artículo sobre su voluntario optimismo: ya sabemos que las cosas no son tan simples, pero es muy saludable que el espectador salga de la sala con la esperanza de que es posible la convivencia pacífica entre las nuevas generaciones de judíos y palestinos. Un anhelo sugerido a través de una significativa escena frente al espejo, en la que Yacine dice a Joseph: “Mira, Isaac e Ismael, los dos hijos de Abraham”.