El edificio que no quiere tener fachada acaba necesitándola. Los arquitectos la forman subiendo el zócalo de hormigón hasta la altura de la cornisa. Metro y medio abajo, una estructura metálica está empezando a servir de soporte de las parras que proporcionan control solar gratuito de abril a octubre. Lástima de fotos tomadas en enero.
A mi primo Víctor Ortells.
Gracias a Pere Castells, Jaume Biarnés, Ingrid Farré y a todo el personal de la fundación Alícia por su trabajo, por el recibimiento, por el entusiasmo.
No puede ser casual que la Fundación Alícia esté al lado de Sant Benet de Bages. Leí en algún lugar que san Benito era un druida celoso de su intimidad, voluntariamente recluido donde sabía que no lo molestarían: un espacio sagrado tapizado de libros, alejado de miradas ajenas, sacralizado contra los que no querían pensar.
Ferran Adrià es el Panoramix de Santa Eulàlia. El lugar sigue teniendo sentido.
Ramon Casas no era tonto. Decidió que se veranearía allí, y un presidente de la Mancomunidad arquitecto se ocupó que estuviese cómodo. Ahora todo el complejo está urbanizado. Unos huertos bien cuidados nos reciben. Luego, una copia mejorada por los mismos Espinet y Ubach de su hotel Ra, con restaurante estrellado incluido, una fábrica restaurada con un restaurante también decente y una tienda de delicatessen locales montada por alguien que sabe de vinos, una vieja casa unifamiliar con lifting guardando el camino al monasterio, restaurada con casi demasiado oficio.
El eslabón de todo esto es la Fundación Alícia. Clotet y Paricio, los arquitectos, la han tratado como un pedazo de naturaleza. Paestum se les convirtió en Atenas y el edificio, que se quería rodeado de chopos, abedules, álamos, plátanos y romero, queda guardando un parking siempre lleno, en medio de un entorno urbanizado solventemente, formando el camino iniciático a una de las joyas del románico catalán.
Contra la fachada y los desniveles topográficos barandillas de barrotes pintados de negro. Detrás, grava de granito negroso y árboles. La parcela no edificada es un jardín.
Máscara y zócalo hacia el aparcamiento. Barrotes y cristal hacia la plaza, parras, árboles: la fachada. No hacen falta murallas para los druidas del siglo XXI.
Dentro, transparencia. Visuales más largas que el edificio. Árboles, cielo, muros de contención, siempre Sant Benet. Es un espacio de divulgación, de trabajo, de información, de propaganda. De formación. Un espacio generoso, franco.
El edificio es una forma irregular inscribible en un rectángulo bastante más largo que ancho (quizá hasta 3:1). Igualmente, si Vitrubio levantase la cabeza enviaría a tomar por saco su rectángulo de oro. Aquí la desproporción tiene sentido. Uno de los lados cortos se encara al parking y tiene fachada. El otro forma un patio contra un muro de contención. La pendiente de la loma sube a norte y a oeste. El acceso está a sur. El edificio cabalga a media altura, parcialmente planta primera, parcialmente enterrado. Es bajito y educado. Tendrá menos de cuatro metros, todo de cristal transparente y negro. Altura de cornisa única. Despieces verticales. Una pérgola sobre pilares metálicos tan finos que parece que tengan que pandearse, pintados de oxiron gris oscuro (una pintura que tiene hierro en su composición, rugosa), llega hasta el límite de parcela.
Por encima, cuatro volúmenes opacos de ladrillo cutre con junta enrasada (textura, no relieve) pintados de un verde tan oscuro que parece gris. Su geometría es azarosa, con ángulos agudos y obtusos. Nada en ángulo recto, Su percepción cambia casi metro a metro. La altura de coronamiento es, también, uniforme.
La sensación que da el edificio es la de no serlo, apenas un pedazo de paisaje con materiales pijos que siempre haya estado allí, tan atemporal como el propio monasterio. Todo parece haber llegado más tarde: la urbanización, la fábrica restaurada, el hotel, hasta la casa de al lado, que parece haber encontrado su posición gracias al edificio y no al revés.
Los arquitectos han hecho una plantación de encinas y de robles. En el patio interior hay un granado precioso saqueado periódicamente por los cocineros. Al exterior, ante la entrada (no puede ser casual), un cedro más que centenario con su apariencia de árbol inacabado. Igual lo plantó el señor Casas y todo: estaban de moda en los inicios del siglo XX, como se puede comprobar, por ejemplo, en la Garriga. Allí, la bisabuela plantaba, invariablemente, un cedrito al lado de la casa de veraneo familiar. A 2010 hay un tendido de cedros enormes, perfectamente visibles des de la autovía de Vic, que esconden las casitas, casi avergonzadas. En Alícia, ningún problema. Clotet dimensionó el acceso del edificio en base al árbol.
Al edificio se entra por el medio del costado largo. Desde allí se ingresa a una serie de espacios compuestos por un hall (a partir de ahora, sala), la sala de actos a la izquierda y la de los niños a la derecha. Los espacios escasamente formalizados, deliberadamente indiferenciados: todo sirve para todo.
Las fachadas, los tabiques, algunos muebles: todo de cristal y metacrilato, el metacrilato reivindicando siempre esa fabulosa propiedad física suya consistente en soltar la luz que recibe por una arista únicamente por la contraria, creando un juego material interesante.
Acceder a un espacio completamente transparente, como una pecera, y mantener el clímax de la secuencia de acceso, con la regla de juego añadida de no poder o no querer variar en ningún momento la altura de techo no es fácil. Clotet y Paricio lo resuelven por geometría pura, desalineando las puertas de acceso y sobredimensionando la esclusa, tanto para los grupos numerosos que visitan a veces el lugar como por motivos puramente estéticos. La fachada y el tabique interior se abren automáticamente, y para llegar a la sala tenemos que pivotar sobre nosotros mismos dos veces, barriendo más de doscientos grados con la vista: vemos donde vamos, sala de actos, tabique de la cocina, sala de nuevo. Ya estamos dentro, y nuestros movimientos han conseguido crear el suspense necesario para darnos cuenta que ingresamos en un espacio extraordinario.
El edificio se organiza en base a cuatro elementos:
El primero de ellos es un corte longitudinal que separa los espacios de trabajo de los de exhibición, relación y exposición, que enfrenta y fusiona ambas partes del programa y los transforma completamente sólo por su relación geométrica.
El segundo consiste en los tabiques de cristal y los muebles de metacrilato, en menor medida. El cristal no siempre es transparente. Según el ángulo de incidencia de la luz, su grado de reflexión y nuestra posición relativa puede llegar a ser completamente opaco, y parcialmente, etcétera. En la Fundación Alícia, además, los materiales no transparentes suelen estar pintados a menudo de color oscuro, a veces negro. Alguna vez pueden llegar a estar forrados de espejo. Esto nos coloca constantemente a contraluz, un contraluz que paradójicamente no molesta la vista y que emparenta este edificio con los mejores RCR, unos maestros a la hora de crear este tipo de efectos lumínicos, y con la arquitectura tradicional catalana, y que acentúa el juego de transparencia de los tabiques.
El tercero son los núcleos de servicio del edificio, pastillas opacas colocadas necesariamente en medio de todo. Son de diversos materiales, y más grandes de lo que están dibujadas en planta. Parecía que le estorbaban, a Clotet, por lo que algunas de ellas aparecen dibujadas con el mismo valor de línea que el pavimento, como si no estuviesen. Están, y no tan sólo no estorban sino que crean y matizan nuevos espacios de relación. La mayoría son de cartón-yeso. Algunos de ellas tienen asociados lucernarios que revientan la cubierta. Otros son muebles de acero inoxidable que Adrià concibió como Mondrians incoloros, llenos de sorpresas y de cosas diferentes. Su estado actual (el que conozco) dota al edificio de una cosa fundamental: rincones. Rincones donde pensar. Rincones donde estar. Rincones por donde moverse, hacer una llamada al móvil o dar una clase a un grupo de niños.
El cuarto es la fachada. Ojo: sólo un observador anodino la definiría como una membrana de vidrio. En realidad es muy gruesa, y empieza con el canal perimetral exterior de recogida de aguas (aco en nuestro argot, por la marca que suele fabricarlas). Cortinas de oscurecimiento exteriores, que el presupuesto impidió colocar al 100% de la superficie y motorizar, color negro carbón. El vidrio. El marco. Diversas salidas de calefacción. El encuentro con el suelo técnico… y la estructura. Y es que el edificio parece planteado como una malla isótropa de pilares (suelo técnico, cielo raso) que se encuentra con una fachada irregular plegada sobre sí misma que organiza buena parte de los espacios interiores. Será esto, excepto por una cosa: la excepción ha dominado la regla.
El edificio debe de tener una vez y media más fachada de la que le tocaría tener por la superficie que ocupa. Quizá la llegue a doblar. Esta entra formando patios, plegada sobre sí misma, hasta llegar a formar bolsas de exterior aisladas en su interior, dejando muy pocos pilares donde toca. Es por esto que los montantes interiores toman forma de tubo cuadrado de unos diez centímetros de sección y aguantan casi todo el edificio.
Este sistema apoya una losa de hormigón aligerada, llevada al límite de sus características, porque en algún punto llega a los once metros de luz. No puede ser de otro modo: su función es suportar una cubierta invertida, terminada con graba (´parece como si los arquitectos y los clientes la quisiesen ajardinada hasta que el presupuesto la hizo saltar) y, colgado, un cielo raso.
Para comunicar núcleos y distribuir instalaciones el edificio tiene un suelo y un techo técnicos considerables. El suelo técnico es de un módulo cuadrado formado por dos piezas de una especie de gres montado sobre madera y una capa de compresión inoxidable o galvanizada, de una medida parecida a los 60cm, organizado en ajedrez. El cielo raso es continuo, de cartón-yeso acústico, con perforaciones regulares y un módulo más irregular. Está acabado pintado color gris negroso, y se estampa contra la fachada sin ningún artificio para reducir su canto, empotrado contra una banda de vidrio de color negro.
Las buhardillas, que suelen estar solapadas con un núcleo, son de hormigón, quizá un trapecio apeado sobre un pilar o una pantalla, porque des de abajo no dan ninguna información sobre su sistema estructural. Se trasdosan exteriormente con el ladrillo que ya he comentado.
Los tabiques de cristal se forman a base de un vidrio templado, sin cámara, con marco superior e inferior de acero inoxidable. Las juntas verticales están siliconadas. Se apoyan directamente sobre el suelo técnico, con naturalidad, sin ningún detalle específico. Donde caen no se podrá mover la pieza y andando.
El alma del edificio son los espacios de trabajo, que colonizan toda la mitad norte. Allí se manifiesta el diseño secuencial del edificio con más fuerza, su carácter casi de receta de cocina construida: sobre la base de la malla, la fachada torturada, los tabiques de cristal, los espacios vacíos y el contenido.
Pocas veces he visto un contenido y una manera de usar un edificio que tengan tan a ver con como se ha construido. Se nota mucho este carácter de prototipo.
Los espacios de trabajo se organizan secuencialmente, comunicados internamente y por los espacios comunes.
De oeste a este encontramos los almacenes generales, la “caja negra”, mesas de trabajo para ordenadores vinculadas a la cocina, la cocina de trabajo (cocina científica, la llaman), un núcleo interno de servicios, laboratorios, salas de reunión y una biblioteca potente.
Los espacios más técnicos, particularmente los almacenes y, sobretodo, la cocina, presentan un proceso de diseño apasionante. Lo hicieron los clientes en colaboración con los arquitectos. El mismo Ferran Adrià se implicó, dirigiendo un equipo formado por Jame Biarnés, el arquitecto Oliver Schmidt (creador del bar Inopia) y Clotet y Paricio poniendo orden y bendiciendo. El equipo se hizo entregar el edificio completamente vacío, y, in situ, Adrià y Biarnés dibujaron la cocina en el suelo, a escala 1:1, basándose en los movimientos y los gestos que hacían al cocinar. Todo está basado en unas islas de acero inoxidable, ejecutadas por García Casademont (como de costumbre), de un diseño precioso, como joyas, que cuelgan del suelo técnico y contienen instalaciones. Las encimeras son Bulthaup de inducción. Parte de utillaje se apoya en muebles diseñados específicamente situados contra la fachada, en una reinterpretación de las ventanas mobladas de Gio Ponti.
Cocinar es un acto complejo. Ya no digamos hacerlo científicamente, en base a proyectos de investigación que van des de los puros palos de ciego hasta la comida para celíacos o para alérgicos a las proteínas. Esto ha pasado a la arquitectura haciendo que los cocineros trasciendan completamente el límite entre los espacios servidos y sirvientes: tan importante es la preparación como el remate como el análisis del plato. Lo que se hace dentro de los núcleos de servicio como fuera. Por tanto las mismas (pocas) personas se van moviendo por doquier indistintamente, sin cerrar puertas, sin ceremonias, efectivamente, económicamente. El espacio más ritualizado de todos no estaba previsto inicialmente en el proyecto (pero sí bien encajado y resuelto): es lo que llaman la “caja negra”, una caja cerrada y completamente pintada de negro por dentro y por fuera, donde se alterna el color con bandas verticales de espejo, sin más obertura que la puerta de entrada, disimulada en el panelado. Allí crean. Bueno, eso dicen, porque, de hecho, toda la Fundación Alícia es una máquina de crear. Allí piensan, mejor dicho. Allí hacen breaks, o reuniones cortas e intensas. Allí pegan puñetazos encima de la mesa, se enfadan o se alegran, y vuelta a empezar.
Los otros espacios son igualmente interesantes pero un punto más convencionales: salas de reunión. Una buena biblioteca. Armarios bajos, estanterías con libros, más ordenadores. Siempre los árboles, el muro de contención, Sant Benet.
Los espacios comunes son también una secuencia organizada simétricamente a la anterior. El tabique de cristal entre los dos espacios se abre en diversas partes, como en un vodevil: se entra por una puerta, se sale por la otra, transparencia entre ellas, respetar las formas, una sonrisa, cara de ir a algún lugar y ya está.
Accedí al edificio de la mano de mi primo Víctor. Todos me saludaron amablemente sin dejar de trabajar. Un caldo se iba cociendo a fuego muy lento. Probé una tortilla de patatas sin huevo, y, luego, me pidieron que la retratase. Comimos zanahoria y romesco liofilizados: lo primero, extraordinario, lo segundo… bien. Supongo que también, pero no por su sabor. Ensayo error. En la cocina iban limpiando boquerones (dentro de un núcleo con la puerta abierta, sin demasiada luz, tres becarios con cara de prisión y muchísima alegría en el cuerpo). Me mostraron la tabla periódica de las mermeladas. De repente me puse a pensar en todos esos lugares que querría haber visitado: el taller de Le Corbusier mientras se hacía la Ville Savoye. Los estudios Abbey Road entre el Sgt. Pepper’s y el Dark Side of the Moon. La Factory pre-Solanis. Una reunión de la Royal Society con Hooke, Wren, Newton, dos ladrones de cadáveres y los cadáveres. El taller de Piero della Francesca. Y me di cuenta que la Fundación Alícia está a esa altura. Me dijeron que ellos sólo ponían los instrumentos para que otros creasen. Repliqué con el modernismo. El modernismo se hizo gracias a la paleta triangular. Ningún otro instrumento hubiese permitido hacer simultáneamente el “trencadís”, los paraboloides hiperbólicos, los muros de medio pie, los arcos catenáricos, la vuelta de escalera. Todo, absolutamente todo se hace con el mismo instrumento, la modesta paleta triangular. Siempre que agarro una me emociono: con ella se pone mortero, se rompe un azulejo en una línea recta perfecta, se clava un clavo, se monta un pavimento, se adapta un ladrillo. Todo.
En la Fundación Alícia inventan paletas cada día. Hierven a veinte grados. Hinchan garbanzos. Secan zanahorias. Cuecen verdura a sesenta grados, dejan los bistecs más sanos, más buenos, más nutritivos. Luego Joan Roca hace otras con tierra, o el mismo Adrià aire comestible. O caviar de fruta. O tortillas de patata sin huevo y sin patata. O los enfermos de cáncer comen mejor, y los celíacos. Y los turistas del polo norte.
Todo esto pasa dentro de este recinto, cuatro paredes que son veinticinco, y que además no son paredes. El techo tiene goteras, de momento. Muchos cristales no pueden oscurecerse. Por un día habré estado en el sitio adecuado en el momento oportuno.
Post Scriptum: Y los arquitectos?
Los romanos ya tenían hormigón. Estudié la carrera con un tratado sobre el material que tenía cuarenta años y que casi no se ha superado. El mejor tratado sobre el oficio de albañil sigue siendo el “cómo debo construir”, de Pere Benavent de Barberà, publicado en 1934. Si quiero aprender sobre madera leo a Palladio, o hasta a Vitruvio. Es decir, libros que tienen cuatrocientos y dos mil años respectivamente.
Antes de la crisis se construía más en España que en toda Gran Bretaña, Francia y Alemania juntas. Las mejores carpinterías de aluminio son alemanas. La mejor cerámica francesa, italiana o inglesa. El mejor hormigón, italiano o alemán. “Que inventen ellos”, Unamuno dixit. Nos han superado, y el problema no es el simple y banal afán competitivo. Es no saberse adaptar. Es que los edificios sean caros, feos, complicados, antipáticos. Es que no sabemos enfrentarnos a la ciudad. Que la vivienda esté sobrenormativizada. Que no haya más ilusión que la de salir en la foto, la vanidad personal, el afán de lucro o la promoción social. No es que no tengamos ningún Ferran Adrià: es que no lo quieren. O que no lo queremos. No me quiero meter en el pack, pero no soy ningún santo: en nombre de esta dichosa crisis a la que todo arquitecto entre los cuarenta y cinco y los sesenta años con estudio abierto y más de un proyecto en curso para la administración debe de dar las gracias cada día he hecho muchas cosas contrarias a mi ética. La ética o la comida, me repito. Pero lo cierto es que como cada día. En cualquier caso, vamos perdiendo el tiempo y haciéndonos cada día más pequeños mientras nos preguntamos por qué tenemos que reflejarnos en Madrid, en Rotterdam, en Arizona, en el Ticino, en el Japón siempre o dondequiera que los arquitectos no se miren tanto el ombligo, el suyo o el del vecino, para seguir dando excusas de mal pagador inmersos en una espiral de mediocridad de la que sólo salen tres o cuatro, y gracias.