No puede ser otra cosa más que la distancia entre las expectativas y el butacazo puesto que todo el mundo asegura que se trata de una obra maestra, entre el acojone que uno traía para ver otra peli del sádico director de La pianista y el miedo que da el tren de la bruja.
Está claro que La cinta blanca es una película de factura (pretendidamente) elegante, esforzadamente sobria, minuciosa, gélida, de barrocos y tenebristas claroscuros; y es evidente que es una película inquietante de personajes muy marcados, trazados a fuego, moldeados en un sarcófago, de sufridores torturados, oscuros y crueles, víctimas y verdugos representados por actores arrolladores.
Lo que no está nada claro es que no se trate de una película esencialmente fallida que opta por un guión tradicional, con hechuras de cuento, de narración lineal por la que te arrastra un narrador hasta dejarte en mitad de nada, en un cierre inexistente, en un destino prometido que no existía con la consecuente sensación de estafa a la que se suma la irritación de constatar que no había más que lo que se ve en el maldito primer plano.
Ojalá simplemente el oscuro Haneke nos hubiera paseado por ese maldito pueblo y por las casas de sus oscuros moradores, ojalá no hubiera querido contar un cuento cutre, hueco y más obvio que lo de La Veneno.
ARM