Ya fastidia tener que incluir aquí al bueno de Agustín Díaz Yanes, pero, tras hondas reflexiones, es éste y no otro el lugar que corresponde en esta escalera a la superproducción hispano-franco-estadounidense Alatriste, de 2006. Y eso a pesar de que, para que no se nos acuse de haber tomado esta decisión a la ligera, posee muchas y muy buenas cualidades que en ningún caso se van a omitir en el juicio.
Empecemos por lo bueno: Alatriste es una película por muchas razones necesaria. En primer lugar, para una cinematografía como la española, aparentemente condenada a eternas restricciones presupuestarias y a ceñirse a los temas de siempre, guerra civil y dramas o comedietas urbanas tirando a barriobajeras. En segundo lugar para el público, para dar un impulso al cine español en las salas y para que el espectador autóctono sea por fin consciente de que en España pueden hacerse películas tan espectaculares y de factura técnica tan impecable como en Hollywood, vamos, que, como se dice en Aragón, “con perricas, chifletes”. Y por último, casi como una cuestión de justicia histórica, para enmendar por una vez la plana a todo ese cine de aventuras facturado en Estados Unidos o Gran Bretaña que suele retratar al enemigo francés o español como criminal, estúpido o, en términos de puro racismo, inferior en calidad humana, soltándoles un sopapo donde más les duele: mientras Londres era pura cochambre y en Nueva York los indígenas caminaban con taparrabos, ya había imperios, gloria esplendor… y la misma miseria que los imperios británico o norteamericano han esparcido a su alrededor. Por otra parte, la película apabulla por su diseño de producción, su magnífica ambientación, sustentada en una sobresaliente puesta en escena y un soberbio vestuario, y la excelente partitura de Roque Baños. Si a ello sumamos un comienzo fulgurante, unas escenas de combate, en su mayor parte espectaculares y fenomenalmente coreografiadas y rodadas, parece tratarse de una película destinada a mayor vigencia y perdurabilidad.
Y, sin embargo, no es así; para de contar. Porque la película falla estrepitosamente en todo lo demás. El voluntarioso guión de Díaz Yanes se sostiene en una estructura episódica que bebe de distintas fases de la serie de novelas de Arturo Pérez-Reverte sobre el capitán Alatriste sin quedarse por completo con ninguna. La virtud, el hecho de no pretender americanizarse hasta el punto de dejar la puerta abierta para una continuación en forma de inagotable saga, termina derivando en defecto. La intención de crear un producto cinematográfico propio independiente de su fuente literaria falla al pretender hacerlo sobre la base de una proyección futura de la historia en lo que a buen seguro será su continuación novelada: la muerte del personaje central. La película va más allá de los libros, se adelanta, desvela. Eso, si Pérez-Reverte no cambia de idea, tal como hizo respecto a la programación inicial de la saga (seis entregas que ya tenían título desde el principio) y vuelve a transformarla, multiplicando el número de ejemplares y añadiendo nuevos títulos no previstos para aprovechar el tirón comercial del invento. Quizá, en cualquier caso, la manía de los episodios venga impuesta por el antiguo proyecto de convertir Alatriste en una serie de televisión, idea que finalmente fue abortada, afortunadamente, quizá habría que decir, viendo el tipo de series de acción y aventuras ambientadas en el siglo XVII que han terminado programándose en la televisión pública.
Este guión construido a impulsos, narrado a saltos espacio-temporales, rompe en buena medida los ritmos y las atmósferas, algunas de ellas estupendas, que la película contiene. El constante cambio de tono basado en lo que, finalmente, no es más que una estructura repetitiva, lastra en buena parte la fluidez del film, un resultado fragmentario y atropellado al que contribuye la multiplicación de clímax en cada breve capítulo de las aventuras del capitán mientras que, en el instante postrero, la apoteosis bélica, la catarsis guerrera, es interrumpida en lo mejor. El desangelado combate final de Rocroi, el fin de la hegemonía española en Europa, es el mayor testimonio de la falta de medios y pericia de un cine español que incluso en las superproducciones anda falto de dinero y creatividad. Así llegamos a la paradoja final: la película que debió ser una saga, se capa a sí misma; las sagas que nunca debieron serlo, no dejan de parir engendros uno tras otro.
Pero la voluntad de querer contar la trama de media docena de libros en algo más de dos horas no es el único problema del film. Algunos interpretaciones rozan lo bochornoso, y algunos errores de casting son estratosféricos. Javier Cámara como Conde-Duque de Olivares se las trae, Eduardo Noriega como conde de Guadalmedina se limita a leer sus frases, y lo de Blanca Portillo como inquisidor es lo más risible que se ha hecho en el cine español en los últimos tiempos. La película tiene enorme fuerza visual y, a la vez, sutileza a la hora de poner en pantalla los cuadros de Velázquez, pero cuando los personajes abren la boca… A la tradicional dicción espantosa de los actores jóvenes españoles (Unax Ugalde y Elena Anaya, sobre todo), hay que añadir el estreñimiento constante de Viggo Mortensen, que habla como si tuviera obstruido el colon, a pesar de haber vivido durante meses en la “España profunda” para hacerse con los acentos y maneras de hablar. Los personajes de previsible mayor recorrido, Juan Echanove como Quevedo, Ariadna Gil como la famosa actriz amante del capitán, y Eduard Fernández como Sebastián Copons, están desaprovechados, incompletos, sin desarrollo. Momentos y personajes interesantes son abandonados para saltar de episodio, y la voluntad de crear un fresco del XVII español no es suficiente para dotar a la historia de coherencia y ritmo. Una dupla o una trilogía de films hubiera sido, quizá, lo más aconsejable (siendo una tendencia, por lo demás, de lo menos recomendable).
Esta disociación entre fondo y forma termina derivando en el viejo aforismo de Voltaire: “el secreto de aburrir consiste en contarlo todo”. Preciosista, lúgubre, desencantada, violenta, sangrienta, épica y lírica, la película resulta sin embargo delavazada, cansina, plomiza, y, en última instancia, decepcionante. Un gran, grandísimo espectáculo que naufraga en sus excesos. El excesivo talonario termina ahogando la creatividad de una película que daba para mucho más. La ambición por su comercialización internacional y la financiación de Telecinco, canal televisivo que termina por emponzoñar todo aquello en lo que interviene, convierten al film en un excelente producto técnico y en un espanto dramático. Así, no.
Acusados: todos
Atenuantes: el escenario
Agravantes: Viggo Mortensen, Blanca Portillo, el guión de Díaz Yanes
Sentencia: culpables
Condena: una versión en plan choni para Telecinco, con Mortensen como Aída
