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Les dernier des injustes

Publicado el 26 junio 2013 por Diezmartinez
Les dernier des injustes
Al estar realizando su monumental largometraje documentalShoah (1985), Claude Lanzmann dejó de lado varios temas, acontecimientos y personajes que no cupieron en las más de nueve horas que dura el mejor filme que se ha hecho sobre el Holocausto. Casi cuarenta años después de haber iniciado la filmación de Shoah -realización que se extendió durante once años en 14 países-, Lanzmann ha vuelto a un tema particularmente complejo y a un personaje ambiguo y fascinante. El tema es la "complicidad" de ciertas autoridades judías con las autoridades nazis, el personaje es el rabino vienés Benjamin Murmelstein (1905- 1989) y el filme se llama Le Dernier des Injustes (Francia-Austria, 2013) . Lanzmann se encontró con Murmelstein en Roma, en 1975, en donde lo entrevistó largo y tendido durante una semana. Esas entrevistas de hace cuatro décadas se intercalan con la re-visión de ellas que hace en nuestra época el aún entero octogenario director de Shoah, quien aparece leyendo, hablando y caminando frente a nosotros, recorriendo lentamente algunos escenarios que se muestran en el pietaje filmado en los años setenta. Solo que, a diferencia de Shoah, Lanzmann usa aquí material de archivo -cierta película de propaganda nazi filmada en Theresienstadt- que resulta un elemento clave en algún momento de filme. He escrito con comillas la palabra "complicidad" porque si algo queda claro después de ver Le Dernier des Injustes es que frente a la posibilidad de la muerte -no solo la propia, sino de quienes te rodean y de quienes eres o te has hecho responsable-, no es tan sencillo juzgar qué es correcto y qué es incorrecto. En sentido estricto, las evidencias presentadas en la películas -a través del duro y machacón interrogatorio de Lanzmann a su entrevistado- indican que Murmelstein pudo haber tenido algún tipo de co-responsabilidad por su trato directo con los nazis -en especial con el célebre Teniente Coronel de las SS Adolf Eichmann- pero también es cierto que logró sacar de Austria a 120 mil judíos poco antes de iniciar la guerra, que ya con la guerra avanzando pudo sacar de Dachau otro dos mil prisioneros para enviarlos sanos y salvos a España y Portugal, y que aunque tuvo la oportunidad de exiliarse a Londres, decidió quedarse en Viena a cumplir con su deber. Aunque, ¿se quedó por cumplir un deber? ¿No fue por la búsqueda del peligro y las aventuras? ¿No hay algo -o mucho- de vanidad en él? ¿Este es el rostro y la figura de un héroe o de un monstruo? Murmelstein es un personaje imposible de asir. Robusto, con lentes gruesos y orejas enormes, cabello ralo y fino, y una sonrisa sardónica a flor de piel, Murmelstein se llama a sí mismo a lo largo de las entrevistas Sherezada -porque logró sobrevivir al Holocausto "contando cuentos" que le salvaron la vida a él y a otras personas-, Sancho Panza -porque siempre trató de tener los pies sobre la tierra mientras otros idealistas luchaban contra molinos de viento- o, de plano, hacia el final del filme, "un dinosaurio en la autopista", es decir, una reliquia de tiempos pasados, un sobreviviente incómodo, que ya no cabe en ningún sitio, que ya no le interesa a nadie.  Murmelstein no deja nada por responder, no evade ningún cuestionamiento. A cada pregunta de Lanzmann -su relación de confianza con Eichmann, las acusaciones de complicidad que lanzaron contra él desde Israel, su claro gusto por el ejercicio del poder, su (des)conocimiento de lo que pasaba en lugares como Birkenau-, el anciano rabino se defiende ("Déjame decirte algo..."), rechaza señalamientos directos ("No fue mi responsabilidad"), contradice los dichos de Hannah Arendt (nada de "banalidad del mal": para él, Eichmann fue un monstruo corrupto y criminal) y toma con filosofía que el famoso catedrático judío Gerhard Scholem haya pedido su ejecución por ahorcamiento ("Admiro a Scholem porque sabe más que nadie sobre los libros sagrados, pero es un pésimo historiador"). De hecho, Murmelstein le dice a Lanzmann que él, el inquisitivo/inquisidor cineasta, es el último de los peligros a los que se han enfrentado a lo largo de su vida. Y aunque no lo dice directamente, es obvio que el septuagenario rabino no le teme a Lanzmann ni a nadie. Ni, mucho menos, teme decir lo que considera que es la verdad. O "su verdad", en todo caso. No podía ser de otra manera: Murmelstein sobrevivió al Holocausto en calidad de último Presidente del Consejo Judío de Ancianos del "ghetto modelo" de Theresienstadt -o Terezin- en la antigua Checoslovaquia y vio cómo sus dos antecesores en el puesto fueron ejecutados cuando, por alguna razón, ante la caprichosa mirada de los nazis, rompieron alguna regla o, simplemente, dejaron de ser útiles para sus verdugos. Aquí está la clave de la supervivencia de Murmelstein: su inteligencia le permitió servir a los nazis, dejarse manipular y, al mismo tiempo, manipularlos. En algún momento, el rabino se refiere a sí mismo como un equilibrista que tiene que caminar por la cuerda floja, a varios metros de altura, y sin red de protección.  Sí, es cierto, ayudó a los nazis a sostener la mentira que el ghetto de Theresienstandt -y, por ende, todos los demás ghettos y campos- era una suerte de ciudad de retiro para los judíos en los que los expulsados trabajaban, jugaban ajedrez, hacían deporte y se la pasaban cachetonamente. Pero también es cierto que, gracias a que existía esa mentira, el ghetto se sostuvo y, por lo tanto, logró salvar la vida de sus habitantes.  Sí, es cierto, ayudó a los nazis a engañar a la Cruz Roja danesa que visitó Theresienstadt para revisar el estado de salud de los judíos "en retiro", pero también es cierto que le pidió a los nazis materiales -madera, cristales, pintura- para "embellecer" la ciudad, materiales que, al mismo tiempo que se usaban para mantener toda esa farsa, también servían para mejorar las condiciones de vida de los más ancianos recluidos en el ghetto.  Sí, es cierto, era autoritario, falto de tacto y en no pocas ocasiones rudo y directo en sus órdenes, pero esta rudeza, esta dureza, le sirvió para sostener su liderazgo y seguir siendo una figura funcional para las autoridades nazis hasta la derrota de ellas en mayo de 1945. No se podía dar el lujo de ser sentimental, se defiende Murmelstein. Sería como el cirujano que, en lugar de hacer su trabajo, se suelta llorando ante la condición crítica de su paciente. Y él se ve como un cirujano impasible. Aunque en el final de esa semana de conversaciones filmadas en 1975 es claro que Lanzmann no deja de tener admiración hacia este articulado y desafiante "dinosaurio en la autopista", esto no evita que, también hasta el final, el cineasta no deja de hacer las preguntas más necesarias, más difíciles, más incómodas. Por ejemplo, ¿de verdad no sabía lo que estaba sucediendo en los demás campos y/o ghettos? Él mismo acepta que en 1943 unos niños que provenían de Bialystok reaccionaron con gritos histéricos de "¡gas!" cuando fueron desnudados para bañarlos al llegar a Theresienstandt, pero aún así repite la idea de que el "exterminio" era un rumor y que él -ni nadie- sabía lo que pasaba en otros lados. Birkenau, por ejemplo, era un "ghetto familiar", no un campo de concentración ni, mucho menos, de exterminio.  Lo anterior, por supuesto, es dificil de creer. Ni toda la elocuencia de Murmelstein puede convencernos -o, bueno: convencerme- de  que él desconocía lo que pasaba en otras partes. Sin embargo, ¿cambia en algo la situación? Murmelstein -y los dos anteriores presidentes del Consejo de Judíos de Theresienstandt- tomo la decisión de colaborar con los nazis, sostener la mentira propagandística de que los alemanes no mataban a nadie en los ghettos y, al hacerlo, vendió, irremediablemente, su alma al diablo. Pero también ayudó a salvar, y esto nadie lo pone en duda, miles de vidas.  Al final de la guerra, Murmelstein fue hecho prisionero por los aliados, pasó 18 meses en la cárcel y, luego de un juicio en el que fue acusado como cómplice de crímenes de guerra, fue declarado inocente por una corte checoslovaca. No huyó, no se escondió, no se disculpó, pero tampoco se fue a vivir a Israel, en donde no fue requerido -"no era confiable"- para servir de testigo en el juicio a Adolf Eichmann. Después de casi cuatro horas de película, es difícil no admirar a ese viejo rabino sarcástico que guarda un último y devastador juicio sobre todo lo que vivió: los que murieron en el Holocausto fueron, por supuesto, unos mártires, pero no unos santos. Como no lo fue, nunca, Benjamin Murmelstein. Él fue, solamente, un muy falible ser humano. El "último de los injustos". ¿Como Lanzmann?

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