Programar una escapada a Menorca, o como en mi caso, pasar allí unas cortas vacaciones de verano, es seleccionar una de las islas más bonitas y personales de nuestro mar Mediterráneo, la más oriental de España.
Menorca es sinónimo de belleza natural, de tranquilidad, de buena vida, relajada pero intensa; un lugar en donde se suceden, con la necesaria pausa, el verde de su campo, vertebrado por mil venas capilares hechas con vallas de piedra meticulosamente colocadas, y su rocoso litoral salpicado de preciosas calas que te ponen en contacto con un mar que se empeña en sorprendernos con la transparencia de sus aguas, absolutamente cristalinas, y por su colorido de mil azules y verdes diferentes; que me enamoran, y que por más que me empeño, soy incapaz de plasmar en todo su esplendor en las fotografías que una y otra vez hago intentando llevarme a casa esa belleza tan espectacular.
Una isla llena de historia, ocupada y habitada sucesivamente por diferentes culturas y pueblos, a lo largo de los siglos, que han dejado su impronta, su recuerdo, y que han conformado la personalidad del actual menorquín, tranquilo, afable, comprensivo, que te hace sentir como en casa.
Una historia que se encuentra en todas partes; de hecho, me acuerdo cuando al pasear por la playa de Son Bou, al llegar al extremo de la misma, en la cima de un pequeño montículo, me encontré sin esperarlo con los restos de los cimientos de una antigua basílica cristiana, que después supe que era una de las más antiguas de la isla, aproximadamente de siglo VI d.C. Y allí, sentado en su seculares piedras y contemplando el color turquesa y esmeralda del agua que mansamente llegaba hasta las escaleras labradas en piedra que bajaban hasta el mismo borde del mar, me sentí… lleno de paz.
Pero no puede haber, en mi caso, felicidad completa, si toda esta belleza natural, no estuviera acompañada del buen “yantar” y del buen beber. Pues hasta en esto Menorca es especial. Todos conocen la fama de su caldereta de langosta, plato digno de dioses, sin duda; pero en esta ocasión, bien asesorado por mi hija que conoce mucho mejor la isla que yo, me acerqué a un pequeño pueblo del interior que se llama Sant Climent, y allí, en un coqueto restaurante, saboreé hasta el último grano de un delicioso “arroz meloso de atún y conejo” bien acompañado de un buen cava brut reserva. Y si en las ruinas de Son Bou encontré la paz, aquí casi, casi… alcancé la gloria.
De los vinos elaborados en Menorca, tres han sido los que más me han llamado la atención, todos ellos blancos. El primero un estupendo chardonnay joven de Binifadet, una de las más importantes bodegas de la isla. El segundo un malvasía llamado Sa Cudia, cuyas cepas prosperan junto a uno de los enclaves naturales más singulares de Menorca, el parque natural de la Albufera, en Es Grau; Sa Cudia es un vino fresco, seco, mineral y lleno de fruta. El último, es un curioso vino blanco llamado BiniTord 2009, elaborado por una pequeña y joven bodega situada cerca de Ciudadela y que está hecho con un singular ensamblaje de uvas blancas (chardonnay y macabeo) y de variedades tintas (Merlot y Syrah) vinificadas como blanco según el método francés “blanc de noirs”. Probé este vino, casi por casualidad, en un puestecillo que esta bodega había colocado en el mercadillo de artesanía de Alaior y me pareció tan curioso e interesante que me he traído una botella para hacer una cata más seria de él en compañía de mis queridos catadores del Grupo de Cata Baco Vive, de Madrid.
Pero lo más sorprendente que caté fue un vino espumoso rosado elaborado por bodegas Binifadet, utilizando para hacerlo la mezcla de las variedades tintas Merlot, Syrah y un pequeño porcentaje de Cabernet Franc. Lo probé en la propia bodega donde me atendió personalmente su amable propietario D. Carlos Anglés, quien me habló de su proyecto, su pasión por el mundo del vino y su empeño por sacar de la tierra menorquina vinos de gran calidad. Este vino me gustó tanto que decidí llevarme una botella a casa, para que lo disfrutara mi familia durante la comida. Todo un éxito.
Vaya, ya me ha pasado como siempre, que en cuanto me pongo a hablar de vinos, no puedo evitar ponerme un tanto pesado, disculparme.
Para alojarme, este año estuve en un blanquísimo pueblecito de la zona de Sant Lluis, en una bonita casa con preciosas vistas al mar; ese mar que a cada rato cambia y te ofrece un nuevo aspecto, y cuyo litoral durante el verano es como una autopista de embarcaciones de recreo.
De todas las posibles expresiones que pueden hacer justicia a Menorca, me quedaría con la de “lo natural como sello de identidad”. Todo un placer para conocerlo a fondo e irlo después rememorando en los días largos y fríos del invierno madrileño.
Carlos Enrique López García
Agosto 2010