El autobús de la una y media
A fuerza de hablar de amor, uno llega a enamorarse. Nada tan fácil. Esta es la pasión más natural del hombre.
Blaise Pascal
Un tipo tosco y grandullón cruza la calle sin mirar. De día no podría haber puesto ni la punta del pie en el asfalto sin que una catarata de coches se le viniera encima, pero de madrugada, aunque sea sábado, en el barrio todos duermen. O casi todos, porque Clara acaba de llegar a casa y esta noche va a tardar lo suyo en conciliar el sueño. Nuestro hombre camina a grandes pasos, con las manazas en los bolsillos y la americana de su traje azul sin abotonar, dejando oscilar la corbata a los lados de su prominente estómago con cada zancada, cada una más larga y rápida a medida que se acerca a la parada del autobús. Es tarde, llegará a casa pasadas las dos y ha de madrugar mañana para recibir a su tía Catherine, que va a instalarse con él y con su madre en la vieja casa familiar, e ir después todos juntos a misa de diez. Pero para nuestro hombre todavía es temprano: llevaba demasiados años esperando este momento y cuando por fin ha llegado no parece que la espera haya sido tan larga y cruel. Su dentadura irregular dibuja una sonrisa ingenua y pícara. Incapaz de contener la energía que se desborda en su interior, empieza a dar vueltas arriba y abajo de la parada del autobús hasta que no puede más, golpea de un manotazo la chapa metálica y salta a correr entre el tráfico de la avenida gritando en busca de un taxi que le lleve a casa lo antes posible. Aunque no tiene sueño, y tanto él como quienes le observan saben que no va a pegar ojo en toda la noche…
Puede que esta secuencia de Marty (Delbert Mann, 1955) sea una de las manifestaciones de pura alegría mejor logradas en una película. Sin palabras, a través de los torpes movimientos de un actor demasiado grande y de modales ásperos, Ernest Borgnine, probablemente el principal exponente de esbirro del cine clásico –pérfido sargento en De aquí a la eternidad (From here to eternity, Fred Zinnemann, 1953), forajido en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), matón presuntuoso en Conspiración de silencio (Bad day at Black Rock, John Sturges, 1955) o fiel escudero de Pike (William Holden) en Grupo salvaje (The wild bunch, Sam Peckinpah, 1969), entre muchas otras-, poco acostumbrado por tanto a encarnar a idealistas héroes románticos, Mann consigue trasladar al espectador la sensación de un estado de euforia íntimo y no obstante compartido y comprendido por todos. No es para menos: durante la hora anterior Marty, un carnicero de Brooklyn tímido y bonachón bien entrado en los treinta al que todo el mundo recuerda que ya debería estar casado y tener familia como sus hermanos pequeños, no ha hecho sino lamentarse por no haber podido encontrar el amor y proclamar su decisión de no pensar más en ello, de no volver a interesarse por ninguna chica para que evitar que le hagan daño, para no sufrir nunca más. Y de repente, una noche de sábado, cuando pensaba quedarse en casa viendo la tele con Angie (Joe Mantell) tomando unas cervezas, todo ha cambiado. En un salón de baile al que ha ido para no desairar a su madre ha conocido a una chica (Betsy Blair) no muy guapa, cierto, pero sencilla, dulce y agradable que, aunque ha estado a punto de echarlo todo a perder cuando ha intentado besarla, parece encontrarse a gusto en su compañía y quiere ir con él al cine mañana. A diferencia de otras veces y de otras chicas que se han limitado a emplear la diplomática fórmula de una prometedora nueva cita futura para quitarse de encima a un pelmazo, Clara parece sentirlo en serio. Se lo ha dicho en casa, cuando han hecho un alto para coger dinero y cigarrillos, y se lo ha repetido ante el portal, cuando no se han atrevido a besarse y se han despedido como viejos conocidos, dándose la mano. Ha quedado en llamarla después de misa. Es para correr, como poco, tras un taxi.
La escena puede considerarse una versión estática y en seco de otra de las mejores manifestaciones de alegría que ha dado el cine en toda su historia: Don Lockwood (Gene Kelly), estrella del cine mudo, acaba de acompañar a casa a la dulce Kathy (Debbie Reynolds) y justo entonces comprende que está enamorado, que toda la fama, el éxito y el dinero que disfruta no le sirven de nada sin ella. Obviamente, la exaltación de su amor no puede ser otra que el más inolvidable número musical de todos los tiempos, la mayor píldora de vitalidad y de optimismo jamás filmada, un derroche de magia y fuerza que ni todos los efectos especiales inventados o por inventar podrían emular ni en mil años. Pero claro, en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), todo es posible. De todos modos, mejor que el pobre Marty se haya limitado a perseguir un taxi porque en materia de baile tiene dos pies izquierdos. A él le resulta suficiente un gesto mecánico que encierra buena parte del valor que pretende transmitir la escena. En la reacción de Marty hay dos planos, el aparente, su incontenible euforia, el poder de una pasión recién nacida, el nerviosismo, la evacuación de una tensión acumulada durante años de fracasos y decepciones, y el subliminal, el detalle de tomar un taxi para volver a casa cuando apenas unos minutos antes advertía de que apenas tenía tres pavos en el bolsillo y cuando se debate en la duda de si comprar el negocio a su jefe, para lo cual necesita un crédito de ocho mil dólares y ahorrar todo lo que pueda para una hipoteca de setenta verdes al mes. En la cotidiana sencillez de tomar un taxi en vez de esperar al autobús Marty demuestra que las preocupaciones económicas acaban de pasar a un segundo plano, que Clara asciende el último escalón al pódium, y quizá también que necesita a alguien a quien contarle todo eso antes de acostarse; el taxista resulta mucho más indicado que el barman, además de cobrar por escuchar, te lleva a casa y no te levantas con resaca a la mañana siguiente. Y también es más elegante que, como el teleñeco Tom Cruise en Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), berrear en plan energúmeno el estribillo de Free Fallin’ de Tom Petty mientras aporrea el volante del coche.
Esa noche es para disfrutar, para soñar. A Marty le da igual que su historia sirva como documento sociológico tanto de cierta concepción de la vida doméstica muy extendida en los Estados Unidos de posguerra como de los rituales de apareamiento, o dicho finamente, de búsqueda de la aceptación y del amor de los otros, en la América de los cincuenta (que tampoco es que hayan variado tanto). Ni mucho menos Marty sospecha que es la última película de Betsy Blair en Estados Unidos por mucho tiempo, que, perseguida por la paranoia del mccarthysmo, tendrá que refugiarse en Europa, que hará películas en España (Calle Mayor, Juan Antonio Bardem, 1956), Italia (El grito, Il grido, Michelangelo Antonioni, 1957) o Gran Bretaña (Noche de pesadilla, All night long, Basil Dearden, 1962), antes de regresar y acogerse al anonimato de las teleseries.
A Marty todo eso no le importa. No va a dormir mucho, no parará de dar vueltas en la cama hasta que a la mañana siguiente se levante, se asee, reciba a su tía y se prepare para ir a la iglesia sin dejar de canturrear y silbar un solo instante. Todavía no le preocupa que su madre no apruebe su relación con Clara, no porque no le guste o porque no se alegre de que su primogénito haya encontrado por fin el amor, sino porque teme quedarse sola como Catherine, relegada como un mueble viejo en casa de su nuera. Tampoco le inquieta aún que a sus colegas del barrio Clara les parezca un hueso. Los nubarrones crecerán a lo largo del día y a punto estarán de convencerle de que está equivocado, de que ella no vale lo que él siente, hasta obligarle a aparcar para siempre en la soledad. La tormenta llega pero dura poco, una tarde de cine perdida, unas cuantas lágrimas de más vertidas por Clara esperando una llamada que cree que ya no llegará, una discusión con los amigotes del bar, y la felicidad gana la partida, se presenta otra vez delante de él esperando a que coja del brazo a Clara para cruzar la calle.
Así lo quiso, por suerte para Marty y para generaciones de espectadores, Paddy Chayefsky. El autor del guión para televisión y de su adaptación a la pantalla grande prefirió quedarse con la parte positiva del dicho, la esperanza es lo último que se pierde, en lugar de con su sentido postrero: la esperanza, aunque sea al final, también se pierde.
Y es que hay barrios por los que no pasa el autobús.
De 39estaciones. De viaje entre el cine y la vida (Eclipsados, 2011).