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Damnificados del amor, ¡uníos!: Sueños de un seductor

Publicado el 08 octubre 2010 por 39escalones

Damnificados del amor, ¡uníos!: Sueños de un seductor

Tras el éxito de sus dos primeras películas, Toma el dinero y corre (1969) y Bananas (1971), Woody Allen se puso a las órdenes de Herbert Ross -director que destaca, por encima de sus muchas comedias ochenteras de perfil bajo y musicales más bien horteras, como Footloose, por Adiós, Mr. Chips, (1969)- para adaptar y protagonizar en la pantalla la versión cinematográfica de su reciente éxito teatral en Broadway, Sueños de un seductor, acompañado de los mismos actores junto a los que se había subido a las tablas neoyorquinas, Tony Roberts, y la que a la larga sería una de sus más importantes musas y ex parejas, Diane Keaton.

Allen se zambulle en un personaje a su medida: Allan Felix, neurótico, inseguro, patético, cinéfilo, escritor de críticas cinematográficas en periódicos y revistas de medio pelo (no, quien escribe no habla de él mismo, se limita a describir el personaje de Woody), que acaba de ser abandonado por su esposa. Compadeciéndose de sí mismo, hundido en la desesperación (repetimos, este texto habla del personaje de Allen), sólo sus amigos Dick (Roberts) y Linda (Keaton), un matrimonio que parece vivir feliz, se empeñan en que supere esa temporal situación de soledad y se anime a salir para conocer otras mujeres. Bueno, no sólo ellos, porque la cinefilia de Felix encuentra una exótica plasmación real: el espectro de Bogey (Jerry Lacy), caracterizado en su personaje de Rick en Casablanca, es su Pepito Grillo particular: aparece en el momento más inesperado y le da consejos, le ofrece respuestas a sus dudas sobre el amor y las relaciones con el bello sexo según los cánones que los personajes interpretados por Humphrey Bogart seguían en sus célebres películas, especialmente en su desdén y distancia hacia las mujeres que decía amar.

Así, Felix intenta rehacer su patética vida, saliendo con alguna mujer, escapándose al campo y a la playa con su pareja de amigos (momentos que Woody aprovecha para retratar de manera sarcástica su recelo hacia los entornos no urbanos) y fantaseando acerca de un futuro esplendoroso en el que las mujeres acudan a él como un imán erótico. Sin embargo, nada más lejos de la realidad; sus desastres son continuos hasta que, casi sin querer, va dándose cuenta de que sus fracasos se deben a que es incapaz de ser él mismo ante una mujer que no sea Linda, que con ella se siente bien, que le tiene afecto, que la aprecia, que la ama…

La película, con un guión espléndido, memorable, es tanto un homenaje algo sui generis al personaje de tipo duro encarnado por Bogart durante décadas como la primera plasmación en imágenes del estilo que hará a Woody Allen inmortal en las décadas siguientes. Su personaje es un resumen de todos los que vendrán después, sus temas son aquellos que tratará a lo largo de toda su carrera (el amor, las relaciones entre las personas, la felicidad, la obsesión por el sexo…), y su humor es una mezcla de gags visuales, sobre todo las desternillantes torpezas de Felix cuando se encuentra ante una mujer a la que desea, unidos a la fina ironía de unos diálogos cargados de acidez e inteligencia, junto a elaborados y sarcásticos chistes acerca de la vida cotidiana, la absorción por el trabajo y la búsqueda de la felicidad, evidenciados en el personaje de Dick, corredor de bolsa e inversor que no deja de llamar a su oficina para advertirles del número de teléfono del lugar donde se encuentra a cada rato (en un lejano tiempo sin teléfonos móviles), que está a punto de perder a su esposa por su obsesión con el trabajo. Y además están las recreaciones mentales de Felix, esas proyecciones de ficción en las que, como si se tratara de películas, ve dramatizadas las distintas posibilidades, la mayor parte de las veces delirantes, que aparecen dibujadas en su futuro, en las que sus amigos o su ex mujer desempeñan los papeles principales.

Pero la película, además de erigirse en precursor compendio de los temas, del estilo y del humor que Woody Allen empleará a lo largo de su trayectoria cinematográfica de cuatro décadas largas, es, sobre todo, un homenaje al cine. No sólo por la decoración del apartamento de Felix, un excesivamente recargado tributo al Richard Blane encarnado por Bogie, casi un templo consagrado a su ídolo (fotos gigantes del actor, carteles de la película por todas partes…), sino también por las constantes referencias a los clásicos de Bogart o al permanente encadenamiento entre realidad y ficción en que se asienta la película. Y, cómo no, a efectos del espectador español, el comienzo de la película con Felix en la sala un cine de reestreno viendo el final de Casablanca, que consagra uno de los más importantes diálogos falsos del cine, ese en que presuntamente Bogart le dice a Ingrid Bergman “siempre nos quedará París”, que en el doblaje original tradicional era “siempre tendremos París”.

Una típica película de Allen para la que Herbert Ross sirve de hombre de paja (con perdón) en la dirección, un relato neurótico, mordaz y humorístico sobre las relaciones de pareja, un análisis del amor que desemboca en una tesis sobre la atracción sexual, con un Woody Allen que presentaba candidatura a la genialidad y un Bogart que recibía el mejor homenaje concebible al personaje que donó para siempre al séptimo arte.


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