El filme de Zeffirelli, Jesús de Nazaret (1977), había relanzado la figura de Jesús en el cine. Miles de personas en todo el mundo volvieron a las salas de cine gracias a esta película. Y una década después, la propuesta de Damiano Damiani, Una historia que empezó hace dos mil años (1986), siguió por la misma senda. Sin embargo, poco tiempo después surgió la polémica.
A finales de los ochenta, dos películas cuestionaron abiertamente la divinidad de Jesús. La primera de ellas fue La última tentación de Cristo (1988), de Martin Scorsese. Deliberadamente transgresora, basada no en los Evangelios sino en la novela de Kazantzaki, el argumento se aleja de un Mesías divino y opta por dibujar un Jesús humano, débil y sometido a tentaciones, e inmerso en la duda acerca de su condición divina. Plantea lo que hubiera sucedido si no hubiera sido Dios; si —en la cima del Gólgota— su misión hubiera terminado y se convirtiera en un hombre de carne y hueso. No hay ya crucifixión, ni Redención, y sí una vida humana con esposa e hijos, con dolor, miedo e incluso con pecado. En síntesis, una película iconoclasta, enfrentada con el dogma cristiano, que sólo consiguió lo que pretendía: el escándalo.
Al año siguiente, apareció otra “interpretación” polémica de la vida de Cristo: Jesús de Montreal (1989), dirigida por Denys Arcand. Esta cinta trasladaba el relato evangélico a nuestra época, planteando el intento de un joven actor —se le supone en el lugar de Jesús— de poner en escena el relato de la Pasión en los jardines de una basílica canadiense. El filme quedó apenas en una caricatura escéptica de la vida del Señor por una visión ácida —fuertemente crítica con la Iglesia— que impregna todo el guión: más que la vida de Jesús, lo que vemos en pantalla es una amarga denuncia del materialismo de nuestra sociedad y del fariseísmo de algunos eclesiásticos. Jesús es sólo un pretexto: su biografía apenas cuenta en el relato.
Tras estos dos filmes, que provocaron ríos de tinta en las publicaciones de la época, la vida de Jesús desaparece del cine durante una década. Para encontrar los siguientes proyectos habrá que esperar hasta el final del milenio; pero entonces aparece una nueva imagen de Jesús.
Ya no es el Jesús lejano, hierático y excesivamente solemne (para subrayar su divinidad) que vimos en los años cincuenta y sesenta. Tampoco el revolucionario, dubitativo y únicamente humano que vimos en los setenta y ochenta. A las puertas del tercer milenio, la nueva imagen de Cristo resulta mucho más completa y equilibrada: un fiel reflejo de su doble naturaleza divina y humana.