De repente sus pensamientos se volvieron fúnebres, negros. Una nube pasó por encima de los fuegos y ella sabía que tenía que evitarlo a toda costa, que las combinaciones de alimentos que cocían, bullían y se elaboraban ante sus ojos podían notar la tristeza que la invadía y podían convertir el guiso en una laguna de sal de lágrimas, con lo que no habría alma que pudiese asumir esa comida tan lastimera. Intentó reponerse mientras terminaba la bechamel que se iba a convertir en la cena del día siguiente. Unas ricas croquetas de jamón que tanto gustaban a los que se iban a sentar a la mesa, esos que en últimamente había aprendido a amar por encima de todo. Siempre los había querido, pero ahora el sentimiento se había convertido en un amor tan intenso que a veces le dolía el pecho, incapaz de contener tanto sentimiento. Volvió a obligarse a pensar en la comida, no fuera a ser que se pusiera tan dulce que se hiciera demasiado empalagosa.
Por fin pudo ligar la bechamel. La retiró de la sartén para ponerla en una fuente. De manera inconsciente hizo un gesto que llevaba haciendo desde niña, chupó con deleite la cuchara de madera con restos de esa salsa tan rica, tan sólida... Y su cara se transformó, y su estado de ánimo voló hacía otra época, otro momento. Y seguió rebañando la sartén, poco a poco, con el dedo índice, que introducía en en el fondo, los bordes, los rebordes del útil de cocina y lo llevaba suavemente, disfrutando del momento, hasta sus labios abiertos, su lengua que esperaba ese momento de placer. Y volvió a ser una niña, y volvió a ver a su madre mirándola mientras ella esperaba con los ojos muy clavados en ella. Esperaba porque sabía que iba a suceder, que su madre siempre lo hacía, que primero se hacía la loca para terminar acercándole la sartén y dejando que ella rebañara cualquier resto que pudiera quedar. Con el paso de los años comprendería que ningún cocinero o cocinera que se prestará dejaría tal cantidad de salsa en el recipiente que acerca con todo el amor del mundo a su hija, que su madre siempre apartaba un poquito para esa tragoncilla que disfrutaba tanto de este momento, de ese amor maternal, de como su madre luego le quitaba la sartén con un: “venga, ya vale, que luego no vas a cenar” y le abrazaba y le daba un beso tan grande que ha quedado grabado al sabor de ese inicio de croqueta.
Y en el presente, con todos sus problemas, sus desilusiones, sus malos ratos, ella se aisló por unos momentos, volvió a ser feliz, a sentir el beso que su joven madre daba a su hija pequeña, ella, que ahora había crecido y que, aunque seguía disfrutando de los besos de una madre mayor, nunca fue tan feliz como en el ese momento. Como cuando abría la puerta de vuelta del colegio y le invadía un olor a café y a ropa recién planchada y sus oídos detectaban el toniquete de la emisora de radio Intercontinental. Y se dio cuenta de que ahora era muy mayor, que todo eso había pasado, que ya no siente esa protección familiar ni esa expectativa ilusa y feliz hacia el futuro, pero que, como Proust con su magdalena, siempre habría momentos en que podría volver al pasado y sentirse una niña libre y feliz de nuevo.