-Crónicas de una camarera, mi alter ego trabajando en hostelería-
A ver, no es que yo pretenda dar lecciones de crianza.
Lo digo como empleada de hostelería desde hace mucho tiempo…
Domingo frente al Retiro, una primavera cualquiera.
Aquello lleno de gente y una dando carreras de un lado a otro, la bandeja repleta de bebidas primero, los brazos con varios platos después, y entre medias tratando de memorizar todo lo que piden.
Un grupo de niños que no dejan el paso libre y en varias ocasiones he estado a punto de caer cual damisela desmayada con un soponcio tratando de esquivarlos y que no se coman la bandeja que llevo a cuestas bien cargadita.
¿Los padres? Bien gracias.
Encantados con el pelotazo que se están tomando para hacer la digestión.
Y de repente uno que está cerca te habla para pedirte algo. No te creas que una copa nueva o la cuenta para irse ya a dormir la siesta.
-Oye, mira, que no se me salga el niño del local.
Tal cual. (Imagen: Tumblr)
Más.
Sábado lleno y el salón tiene una estantería con botellas de vino vacías como decoración.
La familia Telerín que se sienta a la mesa más cercana al mueble y el niño que, como buen niño, se pone a jugar con las dichosas botellas y en una de esas una se le viene encima y casi ocurre un accidente.
Y la madre que te reclama porque esas botellas están ahí puestas y el niño juega y “puede ser riesgoso”…
¿Yo te digo cómo tienes que decorar tu casa? (Imagen: intotheminds)
Haz una inspección previa en cada restaurante al que vas. No sea que toda la decoración resulte problemática…
El niño que se sube en la silla y te rompe el adorno de la mesa alta. El otro que está dando vueltas en medio del pasillo y te metes la tarta de postre de la mesa grande hasta por los oídos porque el infante tropezó contigo y te caíste.
Se me olvidaba: el que coge el servilletero como material de aventuras galácticas y va rompiendo una a una las servilletas hasta dejar el soporte vacío y con frío.
Y en un primer momento, una quiere casi matar a todos esos menores de edad porque resultan insoportables molestando con su injerencia odiosa en tu trabajo.
Y despotricas a lo bajo y los miras mal
Si las miradas mataran….
Pero pasado el rato y el calentón, cambias el objetivo. Las dos neuronas que quedan activas de tanto cansancio te hacen pensar en frío.
Te das cuenta que ellos son niños. Y los niños son como figuras de plastilina que van moldeándose.
Moldeándose con la educación de sus padres.
Padres que son los que le enseñan – o no enseñan – a no saber comportarse.
A los que hay que casi matar es a los padres.
En posición, listos…. ¡YA!
Y paso a tener cinco minutos de reflexión socrática tratando de entender sus procesos mentales.
Estarán agotados de tanto niño y necesitan olvidarse de ellos un rato, que fastidien a otros. En el fondo no les gustan los niños aunque digan que amen a sus retoños. O consideran que sus criaturas son adorables y lo mejor es dejarlas libres como el viento.
Y con este último pensamiento, se me pasa el momento empático y vuelvo a la realidad.
Habría que agregar un plus en la cuenta, 30 euros por aguantar la crianza que le estás dando a tu hijo + el valor de lo que ha roto si lo ha hecho. E ir agregando tasas si rechistan.
Y si aún no basta con eso, siempre quede un último recurso: tener preparado un espacio con el clásico remedio, ponerlos mirando a la pared.
Así, a toditos. Y sus niños mirando para que les de vergüenza (Imagen:miguelangelasenjo)
La entrada Mirando a la pared se publicó primero en La Gastrorredactora.